Como muy bien sabes la Semana Santa comienza con la llamada entrada triunfal del Señor en Jerusalén, lo que celebramos como el Domingo de Ramos. Nos centramos en contemplar los misterios de la pasión y resurrección del Señor, que son los centrales y fundamentales de esta Semana grande para los cristianos, pero poco tenemos en cuenta la llegada de Jesús a Jerusalén entre vítores y aclamaciones. La multitud extendió sus mantos por el camino, algunos cortaban ramas de árboles y alfombraban la calzada. Y la gente que iba delante y detrás gritaba: “¡Viva el Hijo de David!”, “¡Bendito el que viene en nombre del Señor!”, “¡Viva el Altísimo!” (Mt. 21, 1-11). Nadie pensaba que cinco días después sería acusado de blasfemo, colgado en un madero, entre burlas e ironías -no sabemos si muchos o pocos- de los mismos que le habían aclamado.
Pero volvemos al principio. Llegaba Jesús, el profeta de Nazaret, como
le llamaba la gente que le acompañaba, a la ciudad santa, repleta de gente
por la concurrencia en esas fechas de peregrinos para celebrar la Pascua judía. Entre los presentes estarían muchos de los que alimentó en la
multiplicación de panes y peces, a los que curó de diversas enfermedades, a tantos
que cambió el corazón con el Sermón de la Montaña. Los niños le rodearían sin
dejarle avanzar para recibir abrazos y sonrisas por parte de quien con tanta simpatía les trataba: Dejar que los niños se acerquen a mí, les
dijo en una ocasión a los Apóstoles cuando trataban de separarlos del
Maestro. Después del efusivo recibimiento, Jesús marchó a Betania, a
casa de sus amigos, Marta, María y Lázaro, a quien había resucitado cuando llevaba ya tres días muerto. Semejante acontecimiento avivó más la pasión de recibir a tan ilustre peregrino.
Los activistas contra al invasor romano veían en la figura de Jesús a un caudillo para movilizar a la población. Ciertamente que las autoridades políticas y religiosas no estaban muy convencidas; el sumo sacerdote Caifás ya había instruido al Sanedrín, refiriéndose al futuro del Señor: “Vosotros no entendéis ni palabra; no comprendéis que os conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera” (Jn. 11,50). Pero una insurrección popular encabezada ideológicamente por el Profeta, al que muchos ya empezaban a considerar el Mesias, terminaría por encauzar sentimientos entre poder religioso, político y popular para restituir la libertad al pueblo judio. Era la ocasión esperada desde la huída de Egipto para volver a ser Israel una nación soberana y poderosa, temida por otros pueblos, como lo fue bajo el reinado del rey David. No había dudas: Jesús era el enviado por Dios para convertir al pueblo judío en dueño de sus destino.
Todo encajaba a la perfección. Dios adaptado a las necesidades del hombre. No voy a descubrir nada que no sea evidente: la fe de muchos cristianos se sostiene en esa oración de petición para que Dios nos alcance aquello que le pedimos. Tampoco descubrimos nada oculto si reconocemos que muchos han perdido la fe porque sus deseos no se han visto cumplidos. En momentos de desolación puede preferirse encontrar antes la lámpara de Aladino que a Dios en nuestra historia personal. Al menos -piensan-, tres deseos estarían realizados. Es una relación de utilitarismo. Como Dios no me hace caso, rompo, como si quien saliera perdiendo fuese el Omnipotente. Esa idea podría ser la que empezó a hacer mella en Judas. Se sentiría defraudado porque el tiempo corría y no veía al Maestro capaz de identificarse con las inquietudes terrenas de sus compatriotas. O, tal vez, estaba pensando en traicionarlo por no conseguir prebendas después de recorrer tantos caminos acompañando al Señor. Poca recompensa para tanto esfuerzo personal.
Elevar nuestras súplicas a Dios es
aconsejable y loable para un cristiano. Jesucristo, en Getsemaní, angustiado y
entristecido –para entender bien esta reacción tenemos que recordar su
naturaleza humana-, tuvo esa oración con el Padre para pedirle apartar el cáliz
de la pasión y muerte que iba a beber: Padre mío, si no es posible que pase
este cáliz sin que yo lo beba, hágase tu voluntad (Mt. 26, 42).
El Papa Francisco tiene el detalle de explicarnos en este video el sentido del Triduo Pascual, los días esenciales de la Semana Santa.
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