jueves, 29 de septiembre de 2011

Matrimonio, sí; y para siempre

La principal causa que genera los divorcios entre los matrimonios ingleses es el desamor,  por encima de las infidelidades y de crisis personales o laborales.  Éstos son los resultados del estudio recientemente publicados por una consultora inglesa. En España no se hace preciso ni posible conocer estadísticas sobre los motivos de divorcio: con la Ley 15/2005 de 8 de julio, por la que se modifican el Código Civil y la Ley de Enjuiciamiento Civil en materia de separación y divorcio, es innecesario alegar causa justa que lo motive para obtener una resolución favorable. Incluso basta que lo solicite uno, aunque esté en desacuerdo el otro. El único requisito es que deben haber transcurrido tres meses desde que se contrae el enlace matrimonial para poder instarlo. Es el llamado “divorcio express” que tiende a facilitar la ruptura matrimonial sin necesitarse el trámite de la separación previa. La consecuencia directa es el elevado índice de divorcios en los últimos años en España.
Sin caer en eufemismos muy dados en nuestros tiempos para esconder verdades incuestionables,  hay que decir que el divorcio es un fracaso. Las leyes lo encubren como un derecho de los cónyuges en base a la libertad individual de cada cual; pero es notorio que el divorcio pone fin a una relación. Y con un lastre añadido para la sociedad: los hijos son las víctimas inocentes, marcadas para toda su vida, con el agravante de que difícilmente entablarán relaciones sentimentales estables por la experiencia negativa vivida entre sus propios padres.
 Hace unas semanas entraba  a  la parroquia de San Alberto Magno,  que frecuento un par de veces por semana, y casualmente coincidí con la celebración de una boda. Llegué en el preciso momento que el sacerdote daba unos consejos prácticos  -con un sutil tono de humor, pero lleno de sentido común-, a los novios: “Mira –le decía al novio- , tú a partir de ahora vas a tener que convertirte en adivino; sí, digo bien, adivino: cuando veas a tu esposa triste tienes que imaginarte lo que pueda pasarle antes de que te lo cuente. Así entenderá que te preocupas de ella”. Y a la novia le dio este otro: “Acostúmbrate cuando tengas que decirle algo que no le va a gustar a tu marido, a esperar a sentarse. El mejor momento, o el menos malo, para  razonar los hombres es cuando están tranquilos y relajados”. Esa misma noche escuchaba por televisión a una mujer, ya entrada en años, que iba ya por su tercer matrimonio. Seguramente ni ella ni ninguno de sus maridos había puesto en práctica los consejos de este sacerdote. El amor, si se cuida y aviva, lo puede todo; de lo contrario, consecuencia lógica: se desvanece, muere de inanición.
Efectivamente, el matrimonio para toda la vida puede parecer un empeño imposible. Así creyeron entender los discípulos del Señor cuando con palabras categóricas se pronunció sobre la inviolabilidad del vínculo contraído: “De manera que ya no son dos sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios unió no lo separe el hombre”. (Mt. 19. 6-7). Los discípulos interpelaron al Señor: “Si tal es la condición del hombre con respecto a su mujer, no tiene cuenta casarse” (Mt. 19,10). Y se quedaron tan panchos. Pero es que para Dios no hay nada imposible. Busca continuamente la  felicidad del hombre. Y el matrimonio a mí me parece que es un regalo sabio de un Ser Divino.
Aunque pueda parecer que Dios nos fastidió de por vida al mostrar tan claramente a los hombres la inviolabilidad del matrimonio, la realidad no es así. La cuestión puede ser otra. ¿Qué razón puede tener nuestro Creador para hacernos ver que el matrimonio debe ser de un hombre y una mujer para toda la vida? Párate a pensar cómo está la sociedad, -sin pesimismos, eso sí-, y verás que muchos males que se padecen es consecuencia del mal funcionamiento familiar, de los matrimonios desavenidos, despreocupados de unos hijos que, irremediablemente, tienen que salir conflictivos viviendo el ambiente de desamor que se sufre en tantos  hogares;  de no querer ver el matrimonio como una iniciativa libre, en la que un hombre y una mujer se comprometen de por vida a crear, mantener y acrecentar un proyecto común para garantizar una estabilidad afectiva que conducirá inexorablemente al nacimiento de los hijos, formando una familia que se convierte en base para el progreso de una sociedad. Así se comprende mejor que Dios, en su afán de proporcionar felicidad terrena al hombre, otorgue a hombre y mujer la posibilidad de unir sus vidas de manera estable.
Quienes nos hemos casado por la Iglesia  nos olvidamos fácilmente de un “seguro” (Sacramento) que contratamos el día que nos casamos. Jesucristo es el jefe de mantenimiento del seguro del hogar (matrimonio). Por muchas averiguas que existan Él siempre está dispuesto a solucionarlas. Nunca pone pegas. Se desvela a todas horas para que vivamos en un hogar confortable. Ahora bien, el hogar hay que cuidarlo como si fuera una casa para toda la vida; porque verdaderamente así debe serlo. Nos pone una condición a la que libremente podemos renunciar: no olvidarlo. Y una cuota diaria: el respeto. Si a la conclusión de nuestras vidas hemos cumplido las clausulas (mandamientos) , nos regala una vivienda mejor: el Cielo.
La  causa principal del mal  en el mundo, en la sociedad, en los matrimonios, en el hombre al fin y al cabo, es el desamor. Nos equivocamos cuando cerramos la puerta para buscar el modo más fácil de querer (quererse a uno mismo) en lugar de abrirla para querer a otro (al prójimo), en éste caso a nuestra media naranja. Y la tarea es ardua pero efectiva: complaciendo a los demás, nos complacemos a nosotros mismos.
El hombre necesita una fuente para sustituir tanto amor  egoísta por un amor verdadero y duradero. Ésa fuente es Dios. Benedicto XVI en San Marino reconocía “la crisis de no pocas familias, agravada por la difusa fragilidad psicológica y espiritual de los cónyuges”, invitándoles a cultivar las riquezas de la fe.

lunes, 5 de septiembre de 2011

La sonrisa de Benedicto XVI

Hoy se cumplen quince días desde la despedida del Papa Benedicto XVI, una vez clausurada la Jornada Mundial de la Juventud  que con tanto éxito en todos los sentidos se ha celebrada en Madrid.  No exagero si te confieso que siento todavía cierto anhelo de esa intensa semana del mes de agosto. He tenido la dicha de poder disfrutar de unos días inolvidables en la ciudad que vivo,  y al celebrarse los actos al aire libre –a excepción de la vigilia de oración del sábado por la noche y la Eucaristía del domingo por la mañana- muy cerca de mi centro de trabajo,  he disfrutado de un modo muy cercano del indescriptible ambiente jovial, alegre y cariñoso que los dos millones de jóvenes de todos el mundo nos han obsequiado a quienes estamos afincados en esta ciudad. Soy testigo de ese intercambio cultural, enraizado en la fe, que han vivido los jóvenes a lo largo de una semana de intenso calor en la capital de España. Mis hijas, peregrinas las dos, han aprendido un simpático cántico italiano que ya hemos escuchado en casa más de una vez;  ahora en su habitación cuelga una bandera italiana, después de haber efectuado la mayor un intercambio de banderas con un chico italiano. Uno de mis cuñados, Eduardo, ha estado inmerso en tareas de voluntariado. El mismo sábado por la mañana pudo ver muy de cerca y fotografiar al Santo Padre en el Retiro. Acto seguido, ante la cámara y micrófono de de una cadena de televisión generalista,  pudo expresar la sensación vivida en esta JMJ, aún sin haber disfrutado hasta ese momento de la experiencia más fuerte, compartiendo espacio y ambiente con centenares y centenares de miles de jóvenes reunidos en el aeródromo de Cuatro Vientos.
Precisamente ha sido la aptitud del Santo Padre en el aeródromo de Cuatro Vientos la que más ha calado en mi interior. Estoy aludiendo al momento en que se desata la tormenta de fuerte viento e intensa lluvia que provoca la suspensión del discurso en el que iba a dar respuesta a las preguntas formuladas por cinco jóvenes. Sentado, sonriente, destilando paz por su semblante daba una serenidad conmovedora. Cuando muchos poníamos en duda el resultado final de esa vigilia por las circunstancias atmosféricas,  él se mostraba como un icono que reflejaba la confianza en la Providencia.  Después de la tempestad llegó la calma, como ocurre en todas las tormentas, y pudo celebrarse el acto central de la vigilia: la exposición del Santísimo Sacramento contenido en la Custodia de Arfe, de casi quinientos años de antigüedad. Minutos de recogimiento del Santo Padre y de los millones de jóvenes concentrados en presencia de Dios. Emoción indescriptible que le pone los pelos de punta cuando lo recuerda el bueno de mi cuñado.
Me ha servido de reflexión esta incidencia y el  comportamiento de Benedicto XVI, para preguntarme: ¿qué aptitud tenemos los cristianos cuando sufrimos tormentas en nuestras vidas? Desengaños sentimentales, enfermedades, pérdidas inesperadas de seres queridos, desuniones familiares, crisis personales y matrimoniales, fracasos escolares, económicos y profesionales… Me atrevo a pensar que muchos de los alejamientos de Dios se deben a estos periodos de penumbra interior,  en los que nos contrariamos con el Señor y perdemos el poco o mucho trato que hasta entonces habíamos tenido. Y precisamente en los momentos de zozobra, independientemente a la altura de la vida en los que sobrevengan, es cuando más confianza tenemos que tener en nuestro Padre Dios.  Entender la relación con Él solamente desde una óptica de necesidad en momentos puntuales de nuestra vida, es quedarnos muy cortos de miras en cuanto a trato se refiere. Si todo cuanto pedimos nos fuera concedido seguiríamos siendo hijos, indudablemente, pero tremendamente caprichosos, egoístas y soberbios. Además, los designios de Dios no siempre coinciden con nuestras intenciones, de la misma manera que un padre tiene que negar en ocasiones lo que el hijo pide para proporcionarle un beneficio a su persona que no tiene que ser de inmediato. La mirada de Dios siempre es más profunda que la del ser humano.
Y los que gracias a la paciencia de Dios seguimos intentando serle fieles, a pesar de las tormentas que puedan formarse a lo largo de la vida,  somos responsables  de que quienes se han apartado de Él sean incapaces de descubrir nuevamente la luz, la alegría de sentirse queridos, porque no somos capaces de contagiar lo que vivimos; y si no lo transmitimos es porque, posiblemente, no lo vivimos con la entrega necesaria. Y te pregunto a ti, y me pregunto a mí,  que hemos disfrutado y nos hemos emocionado del ambiente alegre, sano y festivo por las calles de Madrid con la presencia de Su Santidad en España, que hemos pasado horas delante de la televisión y que hemos estado presente en algún acto oficial, o que estamos leyendo los discursos y homilías de Benedicto XVI para “empaparnos” bien de las enseñanzas que nos ha ofrecido: ¿Cuántas sonrisas hemos transmitido desde el 21 de agosto? El mundo necesita sonrisas; y los semblantes alegres son reflejo de la paz interior que llevamos dentro. Los cristianos tenemos que transmitir nuestra fe con la alegría de sabernos hijos de Dios. Y el Papa nos ha mostrado que en las circunstancias favorables o en los momentos comprometidos, debemos transmitir serenidad, confianza, paz, porque Dios está en nosotros, y que de todo mal es capaz de sacar bienes.
Hemos vivido una aventura juntos…Igual que esta noche, con Cristo podréis siempre afrontar las pruebas de la vida. No lo olvidéis”, fueron las palabras de despedida en la intempestiva pero santificadora noche del sábado del Papa a los jóvenes congregados en el aeródromo de Cuatro Vientos. Así se entiende la permanente sonrisa de Benedicto XVI, una sonrisa de Dios a tí y a mí. No me olvido de los jóvenes que han demostrado que alegría y fe, no es que sea compatible, sino que es simbiosis perfecta para ser felices.