jueves, 21 de abril de 2016

El nombre de Dios es Misericordia


Fue en la Audiencia general del 9 de diciembre de 2015, al siguiente día de inaugurarse el Jubileo de la Misericordia, cuando el Papa Francisco indicaba la principal preferencia de Dios: Y, ¿que es lo que "a Dios más le gusta"? -preguntaba-. Perdonar a sus hijos, tener misericordia con ellos, a fin de que ellos puedan a su vez perdonar a los hermanos, resplandeciendo como antorchas de la misericordia de Dios en el mundo

El mismo día de la Resurrección, Jesucristo se aparece a los Apóstoles reunidos y con la puerta cerrada por miedo a los judíos. Y les dice: Recibid al Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedarán perdonados, y a quienes se los retengáis les quedarán retenidos (Jn. 20, 22-23). Les concede la potestad de perdonar los pecados, y estos a su vez  lo transfieren a sus sucesores; así hasta nuestros días, porque independientemente a la época que viva el ser humano siempre estará necesitado de la misericordia divina. De este modo instaura el sacramento de la Reconciliación. No hay nada extraño que el Señor se valga de los hombres para actuar en las almas. ¿Acaso no nació del vientre de una mujer? ¿No tuvo por padre en la tierra a un carpintero? ¿No quiso reunir a un grupo de hombres y mujeres para dar a conocer el Reino de los Cielos? ¿Por qué no iba a seguir contando con el hombre para reconciliar al mundo con Dios?


 Cuando preguntaban a uno de los más famosos escritores del siglo XX, Gilbert K.Chesterton (Londres,1874-1936),  la razón por la que había ingresado en la Iglesia de Roma, contestaba que su primera respuesta era siempre: "para desembarazarme de mis pecados". El pecado ata, pesa sobre la razón, debilita las virtudes y deforma la conciencia. La mayor liberación que podemos obtener en esta vida es sentirnos perdonados por todas las caídas que nos apartan del amor de Dios. El pecado ya no provoca caer al precipicio de la desesperación; después del sacrificio redentor de Cristo para un corazón arrepentido es ocasión para el encuentro lleno de ternura con Dios: Por eso he repetido a menudo que el sitio donde tiene lugar el encuentro con la misericordia de Jesús es mi pecado(1).


Infinidad de vidas han cambiado, muchas lagrimas de alegría se han derramado, grandes horizontes se han abierto después de recibir la absolución  quienes se han acercado al sacramento de la alegría, como gustaba llamar a san Josemaría Escrivá de BalaguerEl propio Papa Francisco empezó a discernir lo que Dios le pedía en una confesión. Fue el 21 de septiembre de 1953. El joven Jorge Bergoglio contaba 17 años. Pasó por una parroquia de Buenos Aires antes de irse a la fiesta del Día del Estudiante. Había un sacerdote que no conocía (más tarde supo que había llegado a Buenos Aires para tratarse una enfermedad por la que murió al año siguiente) y sintió una gran necesidad de confesarse. Le cambió la vida:«Después de la confesión  sentí que algo había cambiado. Yo no era el mismo. Había sentido una voz, una llamada. Estaba convencido de que tenía que ser sacerdote. El Señor nos espera primero. Él nos «primerea» siempre». Dios le había mostrado el camino a través de un hombre, un sacerdote; mediante un sacramento, el de la Confesión.



Entristece y preocupa el escaso uso que se hace de este necesario y vital sacramento entre los cristianos. Cualquier sacerdote podría verificarlo en sus parroquias: muchos son los que comulgan y pocos los que confiesan. Pero también es una realidad que son pocas las iglesias donde hay turnos entre los sacerdotes para sentarse en el confesionario y facilitar posibles confesiones. Pero este es otro tema.  Para muchos, el no matar ni robar ya  constituye suficiente argumento para tener un alma intachable, a prueba de tentaciones, olvidando que además del mandamiento de no robar ni matar hay otros ocho; y si fueron puestos por Dios será porque necesitábamos tenerlos también en cuenta. Incluso numerosos cristianos dicen confesarse con Dios "directamente". Son buenas personas -alguna que otra conozco y doy fe de ello-, pero, posiblemente, por falta de formación, ignoran que el sacramento de la Confesión no es una invención de la Iglesia, sino un don, un regalo de Dios para el mundo. Pensar que Dios te ha perdonado evitando deliberadamente hacerlo conforme a lo prescrito,  es contradictorio conforme a las enseñanzas de Jesucristo.  Dios no puede contradecirse nunca. 

San Ignacio de Loyola, antes de convertirse, participó en la batalla de Pamplona donde cayó gravemente herido. Ante la posibilidad de morir, no teniendo sacerdote en el campo de batalla, recurrió a un compañero de armas para confesarle todos sus pecados. Obviamente, era laico, no podía absolverle, pero tenía esa sincera necesidad de tener delante de él a otro hombre para participarle sus penurias humanas. 


Ante cualquier duda o problema siempre acudimos a nuestro mejor amigo o persona experta que nos asesore. Siempre estamos necesitados de otro. Piensa por un momento desde que te levantas hasta que te acuestas de cuántas personas has dependido a lo largo del día. Sorprende hacer recuento ¿no? Pues para arrepentirte de tus miserias, para pedir perdón a Dios, para recibir su gracia ¿no vas a necesitar a una persona, a un sacerdote, que te de la absolución en nombre de Cristo? Porque esta y no otra es la única garantía de sentirnos perdonados. Además, en la confesión Dios no solamente perdona los pecados, sino que proporciona la gracia necesaria para combatirlos. 


Para el tema que trato con tu incondicional paciencia hay dos puntos del Catecismo de la Iglesia Católica que te aconsejo leer, bien resumidos en el Compendio. El punto 290 dice: La Iglesia recomienda a los fieles que participan de la Santa Misa recibir también, con las debidas disposiciones, la sagrada Comunión, estableciendo la obligación de hacerlo al menos en Pascua. El 305 señala: Todo fiel, que haya llegado al uso de razón, está obligado a confesar sus pecados graves al menos una vez al año, y de todos modos antes de recibir la sagrada Comunión.




Resumiendo. Estamos en Pascua de Resurrección. La Iglesia obliga -con la ternura de una madre- a que recibamos sacramentalmente al Señor al menos  en este tiempo. Confesar los pecados graves con las debidas disposiciones al menos también una vez al año y si vamos a comulgar. Ser antorcha de la misericordia de Dios en el mundo no se obtiene con voluntad, sino con la gracia de los sacramentos: Confesión y Eucaristía son imprescindibles para dar paz al mundo. No hay paz más consistente y justa que aquélla que proviene de la misericordia de Dios.


Ahora que ya sabes lo que a Dios más le gusta ¿vas a dejar pasar la oportunidad de agradarle?