miércoles, 25 de julio de 2018

Por la caridad entra la peste


Es un refrán que he conocido hace pocos días y parece ser que  se originó en el siglo XIV, con la temida propagación de la peste negra por Europa. Salvo casos excepcionales, el único modo de sobrevivir a la enfermedad era evitar contraerla. El pánico imperante conducía a criticar a quienes ayudaban a los enfermos. 

Parecidas críticas hubo en España  cuando los sacerdotes y médicos Miguel Pajáres y Manuel García Viejo, miembros de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios, fueron repatriados después de contraer el ebola en tierras africanas donde desempeñaban su labor misionera. Para algunos estos dos enfermos que morirían días después en el Hospital Carlos III de Madrid, no deberían haber sido trasladados para evitar contagios entre personal sanitario y propagar el virus entre la población. 

En la sociedad en que vivimos nada puede extrañarnos del resultado  de alguna una encuesta sobre la aceptación del refrán comentado. Seguro que habría muchos simpatizantes que se identificarían plenamente con su significado. Es fácil encontrar justificación para pasar de largo estados donde podríamos hacer más por el prójimo. Contaba mi cuñada que una noche paseando al perro escuchó en una vivienda los lamentos de una mujer que podría estar siendo maltratada por su pareja. Al pedir a los vecinos que estaban asomados a la ventana la letra del piso para llamar a la policía, una mujer le dijo que en los problemas de familia no había que meterse. Afortunadamente, otro vecino sí ofreció la letra y gracias a su colaboración mi cuñada -y no los vecinos- pudo llamar a la policía para personarse una dotación en el piso minutos después. Detalle de civismo que no por todos es bien aceptado. 

Es  la influencia del hedonismo, sin lugar a dudas, que nos hace buscar lo placentero a cualquier precio, de quedar sin implicación alguna con quien siente necesidad de ser tenido en cuenta. La verdadera peste que debemos evitar, por agrietar la esencia de la convivencia solidaria, es la del egoismo, de lo contrario acabaremos como irónicamente escribió G.K. Chesterton: “Tengamos los placeres de los conquistadores sin los sufrimientos de los soldados: sentémonos en sofás y seamos una raza endurecida”.




Por bien de la humanidad el refrán en cuestión no ha tenido aceptación alguna para quienes se sienten llamados a servir al prójimo. A la hora de hablar de desvelos por los necesitados, y aplaudiendo a todas las Organizaciones No Gubernamentales que con gran empeño acometen tareas humanitarias en diferentes partes del mundo, la institución que más voluntarios ha aportado a labores en beneficio de los más débiles es, desde los primeros tiempos de su existencia la Iglesia católica. Miles y miles de personas dejan atrás sus familias, sus hogares, sus países, y van en busca del necesitado. He conocido misioneros españoles que por circunstancias de enfermedad o descanso obligado por sus superiores vienen a España. Hablas con ellos y no piensan más que en volver a la misión que han dejado. No les importa pasar limitaciones, exponer sus vidas hasta el punto de que la muerte  sobrevenga en las circunstancias que sean, para ellos el objetivo es el otro, el necesitado de atenciones sanitarias, y sobre  todo  de cariño. 


Las iglesias locales también desempeñan labores encomiables.  Atienden carencias materiales, afectivas, educativas, sanitarias… A día de hoy la Iglesia española puede decirse  que está con 97.000 personas acompañadas en centros de orientación familiar; con 115.000 personas orientadas y acompañadas en la búsqueda de empleo; con 77.000 personas mayores, enfermos crónicos y personas con alguna discapacidad; con 140.000 emigrantes que han recibido ayuda; con 20.000 personas recibiendo asesoría jurídica; con 23.000 personas atendidas en centros para el tratamiento de las drogodependencias; con 47.000 niños y jóvenes atendidos en algún centro de atención y tutela de menores; con 23.000 mujeres acompañadas y ayudadas en centros para promoción de la mujer y atención de víctimas de violencia. Se cifra en 2.800.000 millones las personas atendidas en centros para mitigar la pobreza.

Para el seguidor de Jesucristo la preocupación por el prójimo es fiel reflejo del amor de Dios. Y a esto es lo que llamamos caridad, el amor por los demás en toda su plenitud. La persona es el principio y fin. En la Encíclica Spe Salvi se preguntaba Benedicto XVI: “¿Cómo se ha desarrollado la idea de que el mensaje de Jesús es individualista y una huida de las cosas de este mundo?”. En la sociedad de la alta tecnología siguen latentes los mismos problemas y vicisitudes que se originaron en la revolución industrial. Las máquinas y los aparatos, los avances electrónicos, no han podido cubrir las necesidades más básicas del ser humano en su totalidad. El pobre sigue mirando al mismo lado para ver quien puede ayudarle. Y lo encuentra en la Iglesia, porque “Cristo nos enseña que el mejor uso de la libertad es la caridad que se realiza en la donación y en el servicio”(1).

La  precursora de la caridad fue una mujer que  destaca en la historia como ejemplo y entrega de generosidad. La Virgen María es el modelo más sublime. Llevando  en su viente a Dios Encarnado, recorrió unos 130 kilómetros de terreno montañoso para ir desde Nazaret hasta la aldea donde vivía su prima Isabel; no tuvo duda, se levantó y marchó deprisa... y permaneció con ella unos tres meses (Lc. 1, 39-56). Eso lo hizo la Madre de Dios. Tú y yo debemos aplicarnos este otro refrán que tantas veces hemos escuchado: Amor con amor se paga. Y de paso, contribuimos a cambiar el mundo. Su ejercicio es muy saludable.


Video breve, claro y oportuno con el que cierro este post..


(1) San Juan Pablo II, Encíclica Redemptor hominis, n. 21




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