martes, 3 de septiembre de 2013

Nuestras madres mayores


Aunque la entrada esté centrada en la figura de nuestras madres, la hago extensiva también a la de nuestros padres. Al ser la mujer más longeva que el hombre es más frecuente quedarnos los hijos antes huérfanos de padres que de madres,  suelen ser ellas las que llegan a una edad en que además del deterioro propio de la vejez se añaden episodios de soledad, de incomprensión, de desatenciones o indiferencias. Hay otras, por supuesto, que están acompañadas, que forman parte integrada de una familia, que conviven con un acompañamiento constante. De éstas, es verdad, se habla menos. Es la situación a la que queremos llegar con el paso de los años.

Como viene siendo habitual cada verano he pasado una semana en mi querido Tomelloso.  He compartido tiempo con mi familia y con esos amigos a los que siempre es obligado visitar, o intentar juntarnos al menos; a esos amigos de infancia, de juventud. Tuve la dicha de saludar y abrazar a un querido amigo que llevaba veintiún años sin verle. También pude tomar café con un grupo de amigos conocidos a través de Facebook, y disfrutar de la corta pero fiel amistad que mantenemos gracias a esta red social.

Sin embargo,  las ocasiones más reconfortantes han sido los momentos en los que he convivido con mi madre. Escuchando durante las comidas esas historias tantas veces oídas pero que dejaban en segundo término las noticias de televisión; o, después de comer, en el salón, cada uno sentado en sillones diferentes, sin precisarse una conversación fluida, pero sabiendo que delante tenía a mi madre. En la noche, antes de despedir el día, satisfecho de haber contribuido con mi presencia -aunque mi esposa e hijas son las que más compañía le hacen, tengo que admitirlo- a que mi madre estuviera unos días más acompañada. Al fin y al cabo los viajes a mi pueblo están preferentemente pensados para ver y estar con mi madre.

Es hermoso poder cumplir el cuarto Mandamiento de la Ley de Dios: honrar a tu padre y a tu madre. Si te fijas en el Decálogo, los tres primeros mandamientos se refieren al trato piadoso y respetuoso con el Señor; a partir del cuarto ya todos se refieren a las relaciones con el prójimo, y el primero de estos  es la honra, el respeto que debemos tener con quienes gracias a ellos hemos podido nacer, los que nos han dejado en disposición de valernos por nosotros mismos, de ser hombres y mujeres coherentes con las enseñanzas adquiridas.

 Precisamente durante esta estancia en Tomelloso he tenido la experiencia de conocer a dos personas, a dos buenos hijos, que cumplen cariñosamente con este precepto. Los dos en edad madura. Mujer y hombre, casados y con hijos mayores; ella con nietos. Profesión docente él, escritora y ama de casa ella. Lo pude comprobar  con él cada vez que sonaba su móvil. Se disculpaba, lo cogía expectante por si eran sus padres con alguna necesidad imprevista. Su madre había sufrido mucho en la etapa que ostentó un importante cargo político y público en nuestro pueblo. Para él ha sido siempre un pesar. Es la recompensa del hijo agradecido.

Otra día,  en la misma Plaza de España, ya entrada la noche, de pié con mi mujer y mis dos hijas éramos testigos cuando ella, con naturalidad y sencillez, nos contaba que diariamente, a la misma hora si era posible visitaba a sus padres  ¿Una norma? No. ¿Una rutina? Menos aún. Un deber libre y voluntario sin más objetivo que acompañar, que estar, con sus padres. Puedo imaginarme a los padres de esta paisana mirando el reloj esperando la llegada de su hija cada día. Las caras alegres al ver pasar día a día a su hija para estar con ellos, para sentirse marido y mujer, padre y madre.

No sabemos qué es lo que más anhelaremos tener cuando seamos mayores. Salud, por supuesto; tener la suficiente lucidez para vivir razonablemente los momentos de cada día; estar capacitados para tener una movilidad apta para desplazarnos por nosotros mismos; si, como en el caso de mi madre, en el ecuador de los ochenta, tener la capacidad para  realizar cuadros de punto de cruz, o como un amigo de mis padres, que llegó a quedarse prácticamente ciego, pero sin impedirle pintar cuadros o escribir con brillante lucidez. Sí que es seguro que, sobre todo, pretenderemos recibir  el cariño, el afecto, la comprensión, la compañia; el ser tratado como una persona que importa en nuestro entorno.

Ciertamente que hay ancianos a los que es muy complicado sobrellevar. Las cualidades físicas y psíquicas se van deteriorando, se vuelven más egoístas, cuesta comprender sus comportamientos, pronuncian frases hirientes..., pero me pregunto: ¿no es el momento de la comprensión?, ¿de la paciencia? La infancia -desde los primeros días de vida- y la ancianidad son los momentos donde más paciencia mostramos, o deberíamos mostrar. Si tuviéramos la misma paciencia y comprensión con nuestros hijos de edad temprana que con nuestros padres ancianos, pocas personas estarían en el mundo con estabilidad mental. Seriamos, y a riesgo de exagerar, seres esquizofrénicos, vacíos de afecto, inestables de carácter.A un chiquillo se le regaña, se le da un azote, se le corrige; y a un padre, a una madre anciana... Porque esa persona que parece que nos hace la vida imposible es quien nos ha dado la vida, quien se ha desvelado noches y noches para que durmamos, quien nos ha dado la medicina para sanar, quien nos ha protegido cuando por miedo hemos recurrido a ella, quien ha callado actos de los que nos hemos avergonzado, quien, en una palabra, se ha dejado parte de su vida para tenerla nosotros en su totalidad. Cuando un niño comete una fechoria no le damos importancia, porque se trata de un niño; ¿y cuando el acto reprochable lo comete una persona mayor? Somos menos consecuentes, y peor pensados: lo hace por maldad.  Tal vez no somos capaces de comprender que determinados comportamientos son más achacables a ese deterioro que a la decisión libre y meditada de complicar la vida en los hogares.

En una entrevista efectuada el 24 de febrero de 2012 al entonces cardenal Bergoglio por Vatican Insider reflexionaba sobre los escándalos comparando  la aptitud que debemos tener los cristianos con la Iglesia, como si de una madre se tratara: "No debo escandalizarme porque la Iglesia es mi madre: debo ver los pecados y las faltas como si viera los pecados y las faltas de mi mamá. Y cuando me acuerdo de ella, recuerdo sobre todo muchas cosas bellas y buenas que hizo, no tanto de las faltas o de sus defectos". Siempre, siempre, siempre estaremos en deuda con nuestras madres.

Ya como Papa Francisco, con ocasión de los actos de la  Jornada Mundial de la Juventud en Rio de Janeiro, en el avión que viajaba a la capital brasileña dialogó con diferentes periodistas desplazados para cubrir la información del evento,  también se refería a los ancianos con estas palabras: " ...Y tantas veces pienso que cometemos una injusticia con los ancianos cuando los dejamos de lado como si ellos no tuviesen nada que aportar; tienen la sabiduría, la sabiduría de la vida, la sabiduría de la historia, la sabiduría de la patria, la sabiduría de la familia. Por eso digo que voy a  encontrar a los jóvenes, pero en su tejido social, principalmente con los ancianos".  En el discurso con jóvenes argentinos en la catedral de San Sebastián en Rio de Janeiro, el 25 de julio, volvía a insistir en la necesidad de no excluir a los ancianos, de dejarles hablar, de dejarles actuar. "Entonces hagan lío -les decía-, cuiden los extremos del pueblo que son los ancianos y los jóvenes, no se dejen excluir y que no excluyan a los ancianos, segundo, y no licúen la fe en Jesucristo". Y esa fe, incluso con obras, se puede licuar, se puede diluir, si por mucha actividad social que tengamos hacia los demás, por muchos afanes apostólicos que nos desvelen, por muchas amistades con las que nos crucemos diariamente por la calle, por muchos agregados que nos sigan en redes sociales,  por mucho prestigio profesional que vaya en aumento entre compañeros y subordinados,  no somos capaces de aceptar, comprender, acompañar, entretener e incluso hacer reír a esa madre o abuela con la que convivimos a diario y que tenemos que soportar en algunos momentos. Todo cuanto dejemos de hacer por ellas, llegará un día que será imposible recuperar. Lo sabemos, estamos hablando de personas que están en la etapa final de sus vidas.

La ventaja de un cristiano con un no creyente es que tenemos un modelo del cuál guiarnos con absoluta garantía de hacer lo que debemos. Jesucristo en la tarde del Viernes Santo, clavado en la Cruz y agonizando, viendo a la Virgen Santísima, su Madre,  quiso dejarla al cargo del Apóstol san Juan (Jn. 19, 26-27). Tres días después María gozará doblemente por la resurrección del Salvador y por la de su hijo amado. Pero no quiso que el resto de sus días en este mundo los pasara sola.  Prueba del inefable amor de Jesús por su Madre. Tú y yo, siguiendo el ejemplo del Maestro, debemos hacernos cargo de nuestras madres si las circunstancias así lo requieren, si tenemos la dicha de tenerlas entre nosotros pensar que no hay ocupación más agradable a los ojos de Dios que velar por hacerles la vida agradable. Un mal gesto, una rancia respuesta, una sonrisa, unas agradables respuestas, un pequeño detalle pueden ser el último recuerdo que se lleven de esta vida.

El pasado día 15 celebramos el día de la Asunción de Nuestra Señora, o como decía Benedicto XVI, festejamos que tenemos una madre en el Cielo. Si eres un buen hijo, y estoy seguro de que lo eres, no me digas que no te alegras de que algún día puedas reunirte con la  mirada tierna y complaciente de la Madre del Cielo con tu madre y seres queridos. Por eso, esmérate cada día para que tu madre saboree las mieles del cielo. En esos momentos complicados y tensos que puedan surgir, cuando el cansancio de una jornada sea propicio para no darla conversación, en los casos en que te dejes llevar por la comodidad y abandones el tenue, pero existente, deseo de estar con ella, piensa que puedes aliviar algún desconsuelo. Son muchas horas sin actividad normalmente, sentadas en un sillón junto a una ventana o enfrente de la televisión, que hace que tengan muchos pensamientos y hay casos, qué te voy a decir, en los que la memoria les trae recuerdos, vivencias, pasadas y actuales, muy tristes. Todos tenemos un defecto difícil de combatir: es más fácil recordar malos momentos que buenos, hechos desagradables que alegres. 

 Sería injusto no hacer mención expresa de mi padre. Hace seis años y medio que falleció. Él es parte importante del afecto hacia mi madre. Los domingos, después de trabajar seis días en el campo reunía a mi madre y a mis hermanos y por la tarde íbamos a visitar a la abuela, su madre. Recuerdo que años más tarde todos los domingos a la hora de comer me preguntaba si había ido a ver a la abuela.  En los últimos días de la vida de mi padre  pudimos saber que tenía muy presente a su madre. Cada vez que vamos a Tomelloso visitamos su tumba mi mujer y mis hijas. No encontrarás flores en su nicho, y si las encuentras no serán mías. Las flores se marchitan, aguantan poco las inclemencias del tiempo. Lo que depositamos son oraciones, por él y por nuestros familiares. La oración persiste, purifica, aporta, si lo necesita, el pequeño o gran avance, para alcanzar la Gloria donde nos espera el Padre del Cielo. Después de rezar, me asomo y por el cristal de la puerta del panteón familiar le veo en fotografía, junto a la de otros familiares, y le digo, y les digo: nos vemos en el Cielo.

Tampoco olvido a mi esposa en su trato con su madre -fallecida exactamente dos meses antes que mi padre-, mi paciente y querida suegra que se fue con la duda de cuando su yerno le hablaba en serio o en broma. Los desvelos por su delicada salud , enferma muchos años, sus atenciones sanitarias en los ingresos hospitalarios, las visitas los sábados por la tardes a casa de una de sus hermanas con la que pasaba la mayor parte del año para estar con ella. Otra ejemplar aptitud de una hija con su madre. En el fondo es una gran verdad de que madre no hay más que una. Y también una sola vida para dedicarle la atención y el cariño que se merecen. Añado otra certera realidad: viendo a mis hijas y a su madre, estoy completamente de acuerdo con la afirmación de que nuestras madres siempre son las más idóneas para cada uno de nosotros.

Nuestros hijos tomarán buena nota del trato que tengamos con nuestros padres. Y puede que dependiendo del trato que vean que tenemos con nuestros mayores, así seamos correspondidos por ellos cuando estemos nosotros en las mismas condiciones. De ser hijos distantes y susceptibles con nuestros padres, habremos errado por partida doble: hacia nuestros padres y hacia nuestros hijos. 

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