El título que da entrada a este post se corresponde al comienzo de una famosa frase que pronunció el gran literato don Miguel de Unamuno (1864-1936); intelectual preocupado por las inestables situaciones socio-políticas que se produjeron en España en el convulso periodo de tiempo que le tocó vivir. La frase completa es ésta: “Me duele España; ¡soy español, español de nacimiento, de educación, de cuerpo, de espíritu de lengua y hasta de profesión y oficio; español sobre todo y ante todo!”. Mi identificación con esta frase es plena, a excepción del último punto y coma: sustituiría español por cristiano. La rectificación no es por desdecir al inquieto don Miguel, sino por priorizar. Lo entiendes ¿no?
Hecha esta puntualización, surge una pregunta para razonar el sentido de esta entrada: ¿puede un cristiano vivir al margen de los problemas que acechan en su territorio nacional? Sin entrar en consideraciones partidistas, la respuesta es no. Por tanto, como cristiano español estoy en condiciones de repetir la frase de don Miguel de Unamuno: ¡me duele España!
Un repaso al panorama político, social y económico da cumplida muestra: un gobierno autónomo, el catalán, dispuesto a independizar a toda una región del resto de España; las medidas del gobierno de la Nación a pesar de esquilmar la economía de millones de españoles no dan el resultado esperado; resoluciones judiciales ponen en libertad a terroristas sin cumplir con la legalidad vigente y aprovechan para acusar a la clase política de estar en “convenida decadencia”; según la Organización Internacional del Trabajo, España es el líder en cuanto a paro mundial se refiere; desde una red social se incitó para ocupar el Congreso de Diputados el pasado día 25 de septiembre “…para conseguir la disolución de las Cortes y la apertura de un proceso constituyente para la redacción de una nueva Constitución, esta vez sí, la de un estado democrático”; y según el Instituto de Política Familiar, en el último año se han producido más de 113.000 abortos, bajo el supuesto de riesgo psicológico o físico de la madre, en el 96,8% de los casos.
Recurro a ti, amigo, amiga, de Estados Unidos, de México, de Alemanía, Argentina o Perú –por hacer mención de vuestra nacionalidad a algunos de los que os habéis asomado a este blog- para preguntaros: ¿os avergonzáis, o sabéis de compatriotas vuestros que sean mal mirados por llevar a la vista una bandera de vuestra nación? ¿conocéis alguna región de vuestros países en los que la autoridad política multe por roturar en sus tiendas el idioma propio junto con la lengua autóctona? ¿sabéis de familias que tengan problemas para que a sus hijos los profesores puedan impartirles las clases en castellano a pesar de que un Alto Tribunal haya dictaminado la obligación de dar cumplimiento a la Constitución? ¿Qué os enorgullece más, amigos, amigas, de Rusia, Colombia o Chile, que a la hora de mencionar vuestra nación se le llame entre vuestros compatriotas “este país” o aludan directamente al nombre de la nación en la que habéis nacido?
No te sorprendas, es una lamentable realidad: hechos así, ocurren en España. ¿Dónde quedan esas gestas de nuestros antepasados en Sagunto contra los cartagineses, los hombres de Numancia contra los romanos, la batalla de las Navas de Tolosa (de la cual se cumplen ochocientos años) derrotando al invasor musulmán, las empresas en Europa y América, la sublevación de un puñado de españoles en Móstoles para combatir y expulsar a las tropas napoleónicas?... Y ¿sabes dónde se encuentra la diferencia? En la falta de ideales, en la ausencia de objetivos comunes, de metas ilusionantes. Éste es uno de los grandes males de España, extensibles, eso sí, al resto del mundo. Más bien cada cual estamos dispuestos a construir una torre de Babel para alcanzar con su cúspide el cielo; pero no para estar más cerca de Dios, sino para hacernos dioses enormemente egoístas y deseosos de vanagloriarnos en nuestras propias complacencias. No importa derribar los resortes que han emergido y sostenido una civilización milenaria si es menester para afirmarnos en intenciones partidistas y sectarias. Mientras utilicemos la ignorancia y buena fe de muchas personas, y las cifras avalen un determinado poder de convocatoria es suficiente argumento para justificar nuestras intenciones, por desaforadas, ilegítimas o inmorales que sean.
Por segunda vez estoy leyendo “In silentio…”, la biografía de mi paisano Ismael de Tomelloso. Y una salvedad: te confieso con una gran satisfacción producto de mis raíces tomelloseras, que de todos los posts publicados en este que es tu blog, el segundo más visitado es el que publiqué el 19/7/2011 refiriéndome a mi paisano. Sigo: los sucesos trágicos y despiadados previos a la guerra civil, la experiencia en el frente, el asesinato de personas conocidas y queridas, especialmente, el consiliario de Acción Católica en Tomelloso, don Bernabé Huertas, le hicieron sufrir mucho, incluso tuvo que esconderse para no ser detenido por los milicianos; pero un sufrimiento callado, edificante, sin sentido revanchista y desesperado, de hondo calado sobrenatural. En los últimos días de su vida, prisionero y enfermo aceptó el sufrimiento “porque quería sufrir –son palabras suyas- por Dios, por las almas y por España”. No era un soñador ni un romántico empedernido; era un joven cristiano, alegre y generoso, que lejos de desesperar, de albergar odio en su corazón, quiso entregar su vida siendo hecho prisionero por el ejército vencedor.
Dios, almas, España. ¿No te parecen valores por los que levantarse cada día con el afán de mejorar el entorno en el que vivimos? No puede quererse aquello en lo que no se cree. Es así. Si nos consideramos apátrida de una ciudad eterna, difícilmente podemos considerar que somos hijos de un país (España), que nos ha aportado poder vivir en una tierra, dentro de una familia, formando parte de una ciudad o municipio, por la que muchos compatriotas entregaron sus vidas.
Debemos sentirnos, sí, ciudadanos del mundo, miembros de un continente europeo, pero poseedores de un idioma, una cultura, una idiosincrasia que solamente adquirimos por ser españoles, por haber nacido en España. Y si queremos edificar en un mismo proyecto, con elementos comunes que nos identifiquen unos de otros, pero que a la vez esa variedad nos enriquezca a todos, tenemos que hacerlo considerando que somos unos modestos albañilitos dirigidos por un arquitecto universal: Dios. Tu Padre, el mío.
Y un consejo: si sientes el anhelo, el deseo ardiente de llamar patria cada vez que te acuerdes o hables de España, no te cortes, ni te acomplejes porque puedan llamarte lo que tú y yo sabemos qué nos pueden llamar; el art. 2 de la Constitución, que parte de la clase política quieren cargarse con el eufemismo de reformarlo, dice así: "La Constitución se fundamente en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles…”
¡Y nada de pesimismos! No incurramos en ese tizne pesimista que rodeó a la Generación del 98 de la que formaba parte don Miguel de Unamuno, en torno al desastre de 1898. ¿Vamos a ser pesimistas en la fiesta de la Virgen del Pilar, que se presentó a Santiago cuando más abatido estaba en tierras gallegas para alentar su ánimo apostólico? De ninguna manera; para los españoles María tiene que ser el pilar de nuestra esperanza. Una España con hondas raíces marianas no puede dejarse arrastrar por el desánimo. Máxime teniendo por delante todo un reciente Año de la Fe proclamado por Benedicto XVI ayer mismo.
Y como es el día de la Hispanidad, concluyo con esta frase que dirijo especialmente a los Hugos, Evos, Castros y Cristinas que proliferan por el continente iberoamericano, que escribió un escritor ecuatoriano, liberal y anticlerical –todo hay que decirlo-, llamado Juan Montalvo (1832-1889): “España, España. Lo que hay de puro en nuestra sangre, de noble en nuestro corazón, de claro en nuestro entendimiento, de ti lo tenemos, a ti te lo debemos”.
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