domingo, 20 de noviembre de 2016

OBRAS DE MISERICORDIA: Corregir al que se equivoca (III)


Si eres aficionado al fútbol te habrás dado cuenta que hay jugadores-estrella que cuando fallan una clara ocasión de gol sonríen y levantan la vista al cielo como diciendo "todo lo he hecho bien, no es posible haber fallado; a mi no se me puede hacer esto". Seguimos con fútbol. Hace unos cuantos años se emitía por televisión los domingos por la noche un programa titulado "Estudio Estadio", que incorporó la famosa moviola,  en el que a cámara lenta se repetían las jugadas más conflictivas de los partidos de la jornada, para dilucidar el acierto o error del árbitro de turno.  No sé si era habitual o no, pero en una ocasión contactaron telefónicamente desde el plató con el colegiado que había dirigido un partido con decisiones polémicas. Los invitados después de ver la jugada coincidieron en el error arbitral, decisivo para el resultado final de ese choque.  Pues bien,  a pesar de que las imágenes repetidas una y otra vez delataban el fallo arbitral, el protagonista de la decisión no asumió el error, manteniéndose firme en el acierto de su decisión. Y es que cuesta, y mucho, reconocer los errores máxime cuando por culpa del mismo se perjudica a otros.

Tú y yo no queremos ser jugadores o árbitros de fútbol antipáticos por no reconocer errores propios; en todo caso -ya ves que no abandono el hilo futbolístico-, nos identificaremos más con esos entrenadores que en las ruedas de prensa reconocen ser los únicos culpables de la derrota de su equipo por los desaciertos en la dirección técnica. Es incuestionable: en la vida obramos con aciertos, pero también actuamos con fallos. Somos así de imperfectos. Rectificar es de sabios, dice el refrán; y yo añado, y de humildes. Solo desde la humildad se pueden asumir los desaciertos. Unas veces seremos nosotros quienes lo percibamos y otras serán otros quienes nos lo harán ver. 



Para practicar esta obra de misericordia es primordial reconocernos personas sujetas a errores. Y cuando se hace entre cristianos, se llama corrección fraterna. A ella vamos. Si no has oído hablar de la corrección fraterna ésta puede ser la mejor ocasión para introducirte en esta práctica. Es una herramienta que los cristianos utilizamos para ayudar a otros en el camino de la santidad. A veces por desconocimiento o amor propio no somos capaces de reconocer defectos personales, y es a través de otras personas cuando descubrimos que hay algún aspecto negativo que necesitamos pulir. 

Antes de corregir es conveniente preguntarnos la motivación de esa corrección. ¿Por qué lo corriges? ¿Porque te ha molestado ser ofendido por él? No lo quiera Dios. Si lo hace por amor propio, nada haces. Si es el amor lo que te mueve, obras excelentemente (1). Debemos actuar mostrando que nace de la caridad del amor a Dios, para que aquél quien la recibe descubra que es para su provecho personal.


Jesucristo la ejerció con sus discípulos en numerosas ocasiones, como muestran los evangelios, convirtiéndose en costumbre a lo largo de la historia de la Iglesia. Somos miembros de una familia y necesitamos unos de otros para orientarnos en la peregrinación por esta tierra, a la vez que ejercitando esta obra mostramos la caridad que nace del amor a Dios. Es un ejercicio de caridad y una exigencia grave para un cristiano, por cuanto puede estar en juego la felicidad eterna de un hermano en la fe. No es buena determinación incurrir en omisión o respetos humanos para evitar una corrección fraterna. De ser así mostramos falta de interés por la santidad personal de los cristianos más próximos, cuando la aptitud más elemental exige ser colaboradores en cualquier circunstancia. San Agustín nos advierte de la falta grave que supone su omisión: "Peor eres tú callando que él faltando"(Sermón 82,7).



Naturalmente que si estamos en situación de practicar la corrección fraterna  es indispensable examinarnos de si también nosotros podemos estar cometiendo esa falta; en cualquier caso, sí es preciso reconocernos que estamos llenos de miserias por la debilidad de la misma naturaleza. El Espíritu Santo es quien debe ayudarnos para hacerla con sentido sobrenatural, pidiendo opinión si fuera posible a quien más experiencia tenga en estas cuestiones, y, sobre todo, rezando por la persona a quien vamos a corregir. Una buena petición puede ser ésta: " Jesús, ¿cómo actuarías con esta persona en esta circunstancia?". Cumpliendo debidamente con este deber el alma debe quedar con gozo y paz de hacer lo que el Señor nos enseñó a realizar. Dicho por un santo contemporáneo: "La práctica de la corrección fraterna -que tiene entraña evangélica- es una prueba de sobrenatural cariño y de confianza. Agradécela cuando la recibas, y no dejes de practicarla con quienes convives"(2).

Si somos receptores de una corrección fraterna debemos reconocer que es para  provecho personal. Deberíamos mostrar agradecimiento a esa persona, sentido sobrenatural para percibir que ha sido el Señor quien nos ha querido corregir y determinación para que, con la gracia de Dios, podamos luchar para vencer. Si es así como actuamos, tranquilos, vamos bien:Va por senda de vida el que acepta la corrección; el que no la admite, va por falso camino (Pro. 10, 17). 

Hay que ser sinceros y asimilar que el error forma parte de nuestra vida; por supuesto que también los aciertos. Pero, mira, un error corregido en el presente se convierte en acierto para el futuro. Esta es una conclusión muy positiva que tal vez pueda ayudarte para huir del error de creer que nunca te equivocas. ¿Estamos? La vida para los demás será más plácida si reconoces con naturalidad los fallos. Si no lo haces puedes convertirte en uno de esos jugadores-estrella de fútbol que se ganan tantas antipatías por creerse más de lo que son: personas como tú y como yo.

Hoy concluye el Jubileo de la Misericordia, pero no te preocupes si tu corazón está inquieto y necesitado de perdón: "Se cierra la Puerta Santa, pero sigue abierta la puerta de la misericordia, el Corazón de Cristo"(3).



(1) San Agustín, Sermón 82, 4.
(2) San Josemaria Escrivá de Balaguer, Forja, n. 566.
(3) Papa Francisco, homilía de la Misa de clausura del Jubileo de la Misericordia


              

domingo, 6 de noviembre de 2016

OBRAS DE MISERICORDIA ESPIRITUALES: Aconsejar al que lo necesite (II)



No sé si en alguna ocasión habrás recapacitado sobre la muerte de Juan el Bautista. Siempre que la leo me parece muy significativa.  El considerado por el Señor más que un profeta, el mensajero, el mayor entre los nacidos de mujer, fue decapitado por mandato de Herodes el día de su cumpleaños, a petición de la hija de Herodias, esposa de su hermano Filipo, por reprocharle una conducta inmoral: tenerla como amante.

Parecida reacción tuvo Enrique VIII con el Canciller del Reino, Tomás Moro, al conseguir con sobornos y presiones la anulación de su matrimonio con Catalina de Aragón, para desposarse con Ana Bolena. Imagino la claridad en la exposición de los argumentos de Tomas Moro ante el rey, para, posteriormente, negarse a firmar el Acta de Sucesión y de Supremacía en la que Enrique VIII se proclamó Cabeza de la Iglesia Anglicana y la independencia de Roma. Le costó la cárcel y morir decapitado.


Ciertamente que estos dos ejemplos pueden resultar extremos. Más que consejos podríamos considerarlos denuncias; pero reprochar públicamente comportamientos inmorales es el segundo paso que se da después de haber dado el primero: dar el consejo oportuno en beneficio del responsable de la transgresión y del bien común.

El pulso entre Iglesia y Estado no pierde arraigo con el paso de los siglos. Es frecuente que el poder critique a la Iglesia acusándola de interferir cuando se pronuncia sobre temas concretos y controvertidos de carácter temporal. Políticos y gobernantes de turno entienden que por tratarse de cuestiones seculares la Iglesia debe callar.  Así temas como el divorcio, el aborto, la fecundación in vitro o el matrimonio entre homosexuales, donde la Iglesia tiene un claro pronunciamiento público, ha originado  severas críticas por quienes entienden que es inmiscuirse en las tareas de gobierno.

Y, sin embargo, la Iglesia no hace más que llevar a cabo lo ordenado por Jesucristo: Lo mismo que Tú me enviaste al mundo, así los he enviado yo al mundo (Jn. 17,18). Y si formamos parte del mundo, debemos impregnarlo con el espíritu evangélico. El Concilio Vaticano II definió claramente las directrices de la Iglesia en la misión evangelizadora: "La Iglesia tiene el derecho y el deber de enseñar su doctrina sobre la sociedad, ejercer su misión entre los hombres sin traba alguna y dar su juicio moral, incluso sobre materias referentes al orden político, cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas"(1).

Es encomiable estar al día sobre los documentos que la Iglesia publica, para estar al tanto del Magisterio en lo que respecta a cuestiones que afectan a la sociedad. Pero no debemos pararnos en conocer; es preciso actuar. El mundo necesita escuchar a la Iglesia a través del testimonio de sus hijos para despertar el sentido moral del que adolece. Piensa en el ámbito de tu vida cuando se abordan -frecuentemente con acentuada ignorancia- temas de actualidad. ¿Opinas con criterio? ¿Callas por no saber tener respuesta? ¿Prefieres el silencio para no emitir tu parecer? Si es así estamos -también yo me inscribo en estas omisiones- incumpliendo el mandato de Jesús. El Papa Francisco en la Plaza de San Pedro preguntaba a los fieles después de rezar el Ángelus, el domingo 9 de febrero de 2014, si querían ser lámparas encendidas o apagadas. Y después de escuchar la respuesta, concluyó: Precisamente Dios nos da esta luz y nosotros se la damos a los demás. ¡Lámparas encendidas! Esta es la vocación cristiana. Tu vocación y la mía.


Juan el Bautista o Tomás Moro no obraron por gallardía o por aguerrido ímpetu. Actuaron ejemplarmente gracias a la fuerza interior de un aliado excepcional: el Espíritu Santo. Sabes, y si no te lo recuerdo, que derrama siete dones sobre el alma, y que uno de ellos es el de consejo. Podrás preguntarme cómo, y te remito a las enseñanzas del Papa Francisco: El consejo es entonces el don con el cual el Espíritu Santo vuelve capaz a nuestra conciencia de tomar una decisión concreta en comunión con Dios, según la lógica de Jesús y de su evangelio (2). A veces podremos recibir el consejo en una moción, recibida de Dios directamente al alma, pero en otras muchas será a través de otras personas que el Señor pone en el camino. Es verdaderamente un don grande poder encontrar a hombres y mujeres de fe, que especialmente en los momentos más complicados e importantes de nuestra vida, nos ayuden a hacer luz en nuestro corazón y a reconocer la voluntad del Señor (3).

La ejemplaridad en el modo de vivir es faro que puede orientar a los que te rodean. Tú eres el capitán de tu vida, pero hay muchos que navegan junto a ti que necesitan una brújula para orientarles. Háblales, aconséjales con cariño y respetando siempre la libertad de elección, pero preocúpate de sus vidas porque serás de esas personas de las que Dios se vale para decirles lo que a veces no están dispuestos a escuchar. Tal vez terminarán por agradecértelo. Se habrá cumplido la escritura bíblica: Como aguas profundas es el consejo en el corazón del hombre; más el hombre entendido lo alcanzará (4).

(1) Constitución Gaudium et spes, 76
(2) Papa Francisco, Audiencia General, 7 de mayo de 2014.
(3) Ibídem
(4) Proverbios 20, 5.