domingo, 26 de enero de 2014

Venid y lo veréis

Venid y lo veréis. Esta es la respuesta que Andrés y Juan recibieron de Jesús al  preguntarle dónde vivía(1). Debieron quedar impresionados del trato con el Maestro al constatar Juan la hora que tuvo lugar el encuentro: la décima. El encuentro con Cristo siempre marca una época en la vida personal; siempre hay un antes y un después.

En el post de diciembre había quedado en señalarte un lugar para encontrarte con Él. Te hablo, ya sabes, de Jesús de Nazaret,  cuya vida no es una leyenda: “El pertenece a un tiempo que se puede determinar con precisión y a un entorno geográfico indicado con exactitud”(2).

Es normal que cuando dos personas estás enamoradas siempre existen lugares especiales para encontrarse, para entablar una amistad más profunda, para conocerse el uno al otro, para que el amor crezca con el trato. En el caso que nos ocupa, este lugar se llama Iglesia. Jesucristo así lo dispuso, con un proyecto divino de eficacia y duración: para toda la vida. Fue muy claro en la misión encomendada a Pedro: “y yo te digo a ti que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt. 16,18). En tres ocasiones los evangelistas ponen en boca de Jesús  el término “Iglesia”,  y 114 veces se hace mención a lo largo de los 27 libros que componen el Nuevo Testamento.

La palabra Iglesia -en griego (Ekklêsía)- significa “convocación”. A los cristianos Dios nos convoca para que convivamos en una misma vocación y misión. Tiene todo el sentido de la lógica humana: la cualidad de socialización es característica primordial entre los hombres. Estamos necesitados unos de otros; nadie, por muy independiente que se crea o piense que así vive, es ajeno a depender de otro. Y si no piensa desde que te levantas hasta que te acuestas cuantas personas han sido necesarias para desarrollar tu vida diaria: el conductor de transporte público que te aproxima hasta la parada próxima a tu trabajo, el panadero que te suministra el pan, el kioskero que te vende el periódico, la empleada de mercería que te vende esos hilos para arreglar el vestido que te has comprado y te queda un pelín largo, el empleado de esa compañía telefónica que te ha gestionado el contrato para financiar el teléfono móvil de última generación que te has comprado o te han dejado los Reyes Magos… Sorprendente el número de personas que sin percibirlo colaboran en cubrir tus necesidades básicas diarias a veces, y excepcionales en otros casos.

Sin embargo, algunos cristianos dicen poner en práctica con éxito aparente  ese eslogan de “Cristo sí; Iglesia, no”. El beato Juan Pablo II dio cumplida cuenta y formuló una contestación a esta idea, afirmando: “Cristo sí; Iglesia, también”. No es una propuesta moderna ésta que contradictoriamente se propugna; ya San Cipriano en el siglo III enseñaba que “Nadie puede llamar a Dios Padre, si no tiene a la Iglesia por Madre”. Si en la economía de salvación Dios hubiera previsto no ser imprescindible convocarnos y convivir entre los católicos, no hubiera instituido la Iglesia. Pero Dios sabe más. Veintiún siglos desde que Jesucristo instituyó la Iglesia, la única Iglesia fundada por Él, es argumento suficiente para reflexionar sobre su carácter sobrenatural;  necesaria e imprescindible su existencia. Por tanto, es cuestionable sostener con perspectiva humana que el hombre pueda salvarse solo.

 En  la Audiencia del Papa Francisco el pasado día 15, se refería con estas palabras a la necesidad de pertenecer y vivir en la Iglesia: “Nadie se salva solo. Somos comunidad de creyentes, somos Pueblo de Dios y en esta comunidad experimentamos la belleza de compartir un amor que nos precede a todos, pero que al mismo tiempo nos pide ser “canales” de la gracia los unos para los otros, a pesar de nuestros límites y nuestros pecados”.

A pesar de nuestros límites y nuestros pecados. Quien piense  que la Iglesia está solamente  constituida para curas y obispos, y grupo selecto de fieles con grandes cualidades personales para ser piadosos, están tan equivocados  como quienes piensan que la Iglesia es hoy día una institución pasada de moda en la que pocos viven y predican con el ejemplo. Hay de todo en la vida del Señor. Entre el trigo hay cizaña, que no es lo mismo que decir que entre la cizaña hay trigo.

Los apóstoles no eran un dechado de perfecciones. El primer intento de “tráfico de influencias” tuvo como protagonistas a los hermanos Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, que a instancia de su madre propusieron a Jesús sentarse uno a la derecha y otro a la izquierda en el Reino de los Cielos(3). Pocos días más tarde otro de ellos,  Judas Iscariote, vendió al Maestro por treinta monedas a los príncipes de los sacerdotes(4). Y en la noche del apresamiento del Señor, Pedro le negó por tres veces(5).

A lo largo de la historia de la Iglesia vemos cómo se pone de manifiesto la fragilidad de los cristianos, arrastrados por otros que olvidaron ese consejo evangélico de Juan Bautista -“Es preciso que Él crezca y yo disminuya” (Jn. 3,30)- provocaron herejías, doctrinas contrarias a la fe,  cismas en Oriente y Occidente, escándalos… Los grandes Padres y Doctores de la Iglesia no aparecen en periodos cándidos, recogidos en las celdas de sus monasterios sin otro ideal que elucubrar y buscar inspiraciones divinas para dejarlas escritas. Destacan, ante todo, por afianzar la Tradición de la Iglesia, ante la extensión de conductas y pensamientos desviados originados entre propios cristianos. El origen del  Credo de Nicea-Constantinopla, por hacer referencia a un dogma de fe, data del siglo IV y es la verdad fundamental de la Iglesia, regla de fe tanto en Occidente como en Oriente, para fortalecer la doctrina de la Santísima Trinidad y vencer definitivamente al arrianismo, enseñanzas que nacieron de Arrio, presbítero alejandrino nacido en Líbia.

En el año 2000 la Basílica vaticana asistió a un acto histórico. Fruto del éxamen de conciencia para la preparación del Jubileo, el beato Juan Pablo II presidía una celebración solemne dedicada al reconocimiento ante Dios y los hombres de las faltas pasadas y presentes de los hijos de la Iglesia. Siete cardenales arzobispos colaboradores del entonces Obispo de Roma elevaron a Dios siete súplicas de perdón. “Nunca más contradicciones con la caridad en el servicio de la verdad; nunca más gestos contra la comunión de la Iglesia; nunca más ofensas contra cualquier pueblo; nunca más recursos a la lógica de la violencia; nunca más discriminaciones, exclusiones, opresiones, desprecio de los pobres y de los últimos” fueron las palabras con las  que el Papa Wojtyla cerró el acto.

No recuerdo que quienes con sus planteamientos filosóficos e ideológicos  infringieron dolor y sufrimientos a tantos millones de seres humanos por “crear” paraísos terrenales  en la vida pidieran perdón;  ni quienes propugnan todavía hoy  estas ideologías totalitarias por las que se han ocasionado grandes holocaustos hayan pedido perdón; ni quienes a costa de explotar y engañar al prójimo para obtener beneficios económicos exacerbados, hayan pedido perdón; ni a los principales responsables de organismos internacionales,  que conociendo que la tercera parte de los alimentos en el mundo y la mitad en Europa se tiran, mientras que uno de cada siete habitantes de la tierra pasa hambre, hayan pedido públicamente y a nivel internacional perdón, por cometer, provocar o aceptar semejantes ambrunas; ni que aquéllos líderes que profesan una religión en la que el grito más sonoro en los cinco continentes es el de “Boko Haram” (“Occidente es culpable”), hayan pedido perdón por los miles de asesinatos y barbaries cometidos en nombre de un Dios al que manipulan con intenciones políticas. En fin, no conozco que quienes crearon la esclavitud, la guillotina en nombre de una revolución para implantar unos derechos y libertades en el mundo; el marxismo, el nazismo o el capitalismo como sistemas opresores del género humano; el aborto como derecho a costa de segar vidas de seres humanos indefensos, hayan pedido perdón. La Iglesia, que ha sido clara y perseguida por levantar la voz contra estas atrocidades, sí.

Porque Jesús –acuérdate que este nombre propio significa el Salvador-, no ha venido para quienes se creen justos, hombres y mujeres impolutos, seres perfectos, sino para llamar a los pecadores(5), a quienes sentimos el peso de nuestras miserias, para quienes nos consideramos enfermos pero nos sentimos convencidos de que el Médico de las almas puede curarnos.

Mientras Chioma Dike quedaba en casa preparando la comida de Navidad en 2011, terroristas islamistas hacían estallar un coche bomba en la puerta de su parroquia: cuarenta y un feligreses morían, entre ellos su marido y sus tres hijos.  “Tengo el corazón roto –confesaba Chioma- pero lo pongo todo en manos del Señor. Sólo Él puede consolarme, nunca perderé la fe en Él”. Ocurrió en Nigeria. Este pasado año han muerto en parecidas circunstancias 1.200 personas. ¿Y qué hacen los cristianos? Perdonar.  Hezekiah Kovona es uno de los 327 seminaristas en la ciudad de Jos. “Nosotros –dice- queremos ser sacerdotes. En Nigeria los extremistas siguen el camino de la violencia, pero nosotros queremos seguir el camino del Señor”. Estos son solo dos testimonios de dos nigerianos, cuyo país es el principal vivero de vocaciones de toda Africa: 5.000 seminaristas, miles y miles de monjas, cristianos comprometidos para dar testimonio de Jesucristo, exponiéndose a arriesgar sus vidas. Se destruyen templos, pero se reconstruyen y los padres llevan a sus hijos a catequesis para aprender a perdonar, para aprender a amar. Ninguno actúa por su cuenta, no aplican el eslogan de “Jesucristo, sí; Iglesia, no” porque saben que estar fuera de la Iglesia es estar ausentes de Dios.

Por eso hace más de dos mil años Jesucristo fundó la Iglesia. Para perdonar. Para amar. Para que tú y yo podamos descubrir y disfrutar de la Misericordia de un Dios capaz de hacerse hombre para que el hombre sea capaz de convivir con Dios. Y ese Dios es el que se hace presente en la Iglesia. ¿Cómo? Perdona la insistencia: Venid y lo veréis. ¿Quedamos para el siguiente post?

Como una imagen vale más que mil palabras, te dejo unas cuántas durante dos minutos. Es una buena manera de terminar este post.