viernes, 27 de abril de 2012

14-Abril: ¡Enhorabuena, Mónica!

Hace unos cuantos añitos –no preciso cuantos,  aunque para los que no te conocen sí afirmo que eres una mujer joven externa e interiormente- nos hiciste perder parte del protagonismo exclusivo que unos novios deben tener el día de su boda: tu hermana Marimar y yo tuvimos que compartir protagonismo en la Basílica Pontificia de San Miguel, porque ese mismo día  te empeñaste -en clara colaboración con el Espíritu Santo-  en hacer tu Primera Comunión. Cualquiera le decía a la cuñada más pequeña que no era el momento, que te esperaras para otra ocasión. Allí estabas tú, con tu vestido blanco, pelo corto y rubio propio–lo destaco para que se imaginen un rasgo más de ti-, muy joven,  recibiendo al Señor por primera vez.
El pasado día 14, volviste a adquirir protagonismo en el altar, ahora en la parroquia de San Jerónimo el Real de Madrid, recibiendo un nuevo sacramento: el de la Confirmación. Más alejados de lo que hubieramos querido nos tenías a quienes te acompañamos. Al lado de mí, tu marido, Eduardo. No sé si era impresión mía, pero por momentos percibía menos espacio en el banco. Si algún físico aparece por este blog y lee esta entrada, le pido que investigue sobre una teoría mía: los hombres, que sabido es que no somos de lágrima fácil,  estoy convencido que tendemos a aumentar nuestro volumen por retención de líquidos en situaciones  gratamente emocionales. Éste podría ser el caso de mi cuñado. Y sigo con tus acompañantes en este día especial. Tu hija Sofía, inquieta,  esperaba el momento para verte como te acercabas al altar. La pequeña, Inés, la que te había despertado a las siete de la mañana para que no hicieras tarde, prefirió en algunos periodos de la celebración soñar contigo más que estar despierta esperando el momento de la Confirmación. Ángeles y Ana, las hermanas siempre leales a cualquier celebración -¡cuántas llevarán ya y qué poco le agradecemos su presencia!- compartiendo banco, como está mandado.  Tus suegros, detrás, expectantes, pensando en su nuera rodeada de colegialas como si ella fuera una más. Tu sobrina Elena, la que un año antes se había Confirmado junto a su madre -sí, la novia y madrina tuya para esta ocasión, a la que, repito,  hace unos añitos le quitaste el protagonismo el día de su boda- recordaba a lo largo de la ceremonia los momentos vividos un año antes. A Alicia, tu otra sobrina, no la teníamos junto a nosotros: formaba parte del Coro del colegio Senara, el colegio de ellas, nuestro colegio, que con tan buenas voces y acertadas canciones participó en la ceremonia. Y, finalmente a Vanesa, tu sobrina mayor, quien llegó tarde, como a casi todos los eventos familiares, (bueno, esto no es del todo verdad: soy un poco exagerado, y me arriesgo a sufrir las consecuencias de la crítica y desposeerme de ser testigo de su boda que celebrará  en la iglesia de la Concepción de Nuestra Señora; y que si también quiere, tendrá el espacio oportuno en este blog, pues me agrada sobremanera que entre la familia de mi esposa se esté haciendo habitual  la recepción de sacramentos. Dios parece estar encaprichado con la familia Fernández-Martín), pero que cogió el mejor sitio intercalándose entre las catequistas.
Y llegó el momento de salir junto a tu madrina, Marimar –sí, repito y repito una vez más,  la novia que hace unos añitos le quitaste protagonismo en su boda- para recibir la imposición de manos del vicario del Obispo. Todos nos levantamos a una para ver mejor ese momento, emocionante: Dios derrochando su amor a través del Espíritu Santo.
Como te han ido preparando para recibir este sacramento poco puedo añadir que no sepas. Podría entorpecer la formación que has adquirido. Por eso, quiero hablarte de otros temas: la milicia y los perfumes. Sí,  escribo bien y lees bien. Ahora verás.
Siempre me ha resultado curioso que a raíz de recibir la Confirmación se nos alecciona con convertirnos en soldados de Cristo. Hoy día pertenecer a la milicia parece que es más un peso que un sano orgullo. Pero, ya lo sabes, no vas a tener que ir a las Cruzadas, ni reconquistar tierra santa, no; tu lucha, tu conquista, tiene que estar dentro de ti. La principal batalla la tienes, la deberíamos tener todos, en el corazón, donde se cuela -como a cualquier hombre o mujer que batalle por estar cerca de Dios- las miserias nuestras de cada día, los egoísmos apegados en nuestras entrañas, los pecados que aún siendo veniales, pueden minar sin prisa pero de manera gradual nuestra mirada hacia Dios. Tú solamente tendrás que poner –ya sé que lo haces de un tiempo a esta parte- empeño, y Cristo pondrá el resto para reinar en tu vida. Así alcanzarás la paz interior en un grado en el que te ocuparás más del prójimo, de deseos de acercar almas a Dios.
Cuando hay paz verdadera,  se quiere transmitir a los demás. En casa, en la familia, en el trabajo, en la calle con pequeños detalles hacia nuestros semejantes…,  siempre es ocasión de dar testimonio con el ejemplo, y si surge la ocasión, que llega voluntaria o involuntariamente, con la palabra. Es el perfume, el buen olor, que como cristiana comprometida tienes que dar. Tú, que eres mujer de las que salen a la calle bien arreglada, discretamente acicalada -es decir, como debe ser-, entenderás perfectamente la comparación que hago: se trata de dar buena imagen, de agradar.   Las buenas acciones, las correctas palabras, las sonrisas, producen en los demás una sensación agradable, y sin darse cuenta provocan  como un dulce  aroma sobrenatural, divino:  porque los cristianos tenemos que transmitir un perfume que se llama caridad; y te recomiendo que lo tengas para toda tu vida, no se gasta, no cuesta más que estar el alma en gracia de Dios,  no pasa de moda y su olor siempre es grato a los demás.
Milicia y perfume. Lucha interior y cuidado constante por los demás, por sus necesidades físicas y materiales, y también espirituales:  hacer que el amor a Dios sea real y efectivo para quienes nos rodean. La Confirmación debe reafirmar nuestro bautismo, impulsándonos a ver en los demás a hijos de Dios para que la Buena Nueva de la Resurrección de Jesucristo se extienda a todos los rincones de la tierra. Es el mejor modo de emplear la vida.
Concluyo con esta oración al Espíritu Santo, tu gran alidado, que has encontrado en internet, y que quieres que se publique. Tus deseos son órdenes. De paso, hacemos una defensa a ultranza de este canal de información (para que no critiquen que internet es malo en su esencia y en su contenido), que sin él no hubiera sido posible dedicarte esta entrada que, por circunstancias obvias, ha sido la más entrañable de todas las publicadas. Gracias por haberme dado ocasión para escribir de manera tan personal y familiar.
Oh Espíritu Santo,
Amor del Padre, y del hijo,
Inspírame siempre
lo que debo pensar,
lo que debo decir,
cómo debo decirlo,
lo que debo callar,
cómo debo actuar,
lo que debo hacer,
para gloria de Dios,
bien de las almas
y mi propia Santificación.
Espíritu Santo,
dame agudeza para entender,
capacidad para retener,
método y facultad para aprender,
sutileza para interpretar,
gracia y eficacia para hablar.
Dame acierto al empezar,
dirección al progresar
y perfección al acabar.
Amén

domingo, 8 de abril de 2012

Semana Santa: pecado, dolor y esperanza

No sé si te ocurrirá como a mí,  pero cada año durante la Semana Santa me asombro del modo en que Jesucristo se  ofrece para nuestra salvación. Condenado, ultrajado, flagelado, crucificado, muerto…, la Humanidad Santísima del Señor abatida en un cuerpo descarnado. El mismo Dios sufriendo, derramando hasta la última gota de su Sangre no solamente por la salvación de sus contemporáneos, sino que la prolongó con sus brazos en la Cruz para toda la Humanidad.
Tan solo hace tres meses  estábamos celebrando la Encarnación del Hijo de Dios. Benedicto XVI en la Audiencia General del 14 de diciembre del pasado año, enlazaba una celebración y otra: “El culmen de la historia de amor entre Dios y el hombre pasa a través del pesebre de Belén y el sepulcro de Jerusalén”. ¿Y qué rompe esa historia de amor? No te sorprendas de la respuesta: el pecado. Sí, el pecado tan olvidado hoy día, tan al margen de las conciencias incluso de hombres y mujeres cristianos, es el enemigo entre Dios y el hombre. Y no podemos caer en el tópico de que es un invento de la Iglesia para  controlar el comportamiento de los bautizados. No. El pecado es consustancial al ser humano por nuestra debilidad que es fruto de la soberbia, de nuestra indefensión ante el mal,  de querer reconocernos como individuos capaces de suplantarnos al amor de Dios. Igual que hay enfermedades que ponen en serio peligro nuestra vida, y que provocan la muerte del cuerpo, el pecado también produce enfermedades que pueden hacer padecer nuestra alma hasta el punto de separarse para siempre de Dios. Jesucristo Resucitado conociendo ésta debilidad intrínseca en todas las generaciones,  confirió a los apóstoles la potestad de perdonar los pecados (Jn. 20,23). Pero el  pecado no termina con el triunfo de Cristo en la Cruz; es la victoria ante el mal, y la estrategia del mal ahora que es vencido no es otra que hacer ver al hombre que ya no existe,  que puede vivir olvidando el pecado viviendo en un estado en el que también se olvida de Dios, erigiéndose en el único ser capaz de obrar por sí mismo sin necesidad de ampararse en más conducta que la que su propias determinaciones le aconsejan. El sufrimiento de Cristo en la Cruz, la entrega  de Dios por la humanidad, nos descubre cada Semana Santa que el mal en el mundo persiste; pero que con la victoria sobre la muerte el hombre puede caminar seguro con la garantía de que el bien impera sobre el mal, que el amor de Dios puede más que el pecado, que el destino del hombre no es la desdicha de la muerte sino la esperanza futura de gozar en la vida eterna.
Con la muerte en la Cruz Dios  no solamente quiere redimir nuestros pecados, sino que pone al alcance del ser humano un arma hasta entonces enarbolada por el enemigo: el sufrimiento. Es un obstáculo para la felicidad de las personas. En sus diferentes aspectos el dolor perturba el anhelo de felicidad del hombre, y le puede consumir en un distanciamiento de Dios por entender que la enfermedades, las frustraciones personales, las tragedias,  son consecuencia del olvido del Padre hacia sus hijos, provocando una desesperación que es la peor reacción que podemos tener ante la incomprensión de las desgracias y padecimientos. De esta manera,  aparentemente tan humillante, Jesucristo convierte el dolor unido a la Cruz, en manifestación de adhesión a la voluntad de Dios.
En tu vida, en la mía, ante el sufrimiento tenemos dos opciones reflejadas en los ladrones ajusticiados con Jesús. Una, la del ladrón desesperado que  le pide salvarse a sí mismo y librarlos a ellos del suplicio; la otra, la del  llamado buen ladrón, que  movido por la esperanza le pide al Señor que se acuerde de él cuando llegue al Cielo; y Jesucristo, siempre misericordioso, comprensivo de la poquedad del hombre ante el sufrimiento por haberlo padecido Él mismo, le asegura que ese mismo día, estará con Él en el Paraíso (Lc. 23, 39-43).
En este tiempo pascual que comienza el Domingo de Resurrección, haz propias las palabras de san Agustín  y afirma con él: “en Cristo, la divinidad del Unigénito se hizo partícipe de nuestra mortalidad, para que nosotros fuéramos partícipes de su inmortalidad”.
¡Feliz Pascua de Resurrección!