Las calaveras siempre han tenido una estrecha
relación con el fenómeno de la muerte. La primera imagen que vi, fue de niño en
la feria y fiestas de mi pueblo. Unos feriantes, disfrazados a veces de bruja
otras con un mono negro con el dibujo de un esqueleto, me impresionaban cuando
les veía en el llamado “trenillo de la muerte”; y no digamos cuando en el túnel de la atracción para repartir unos cuantos escobazos. Las
banderas de los barcos pirata también destacaban por la calavera con un par de
huesos de fémur cruzados, como símbolo de la presencia de la muerte frente a
los barcos objeto de abordaje. También literariamente la calavera ha tenido
mucha repercusión. En la Tragedia de Hamlet, de William Shakespeare,
recordarás el soliloquio del príncipe Hamlet, reflexionando sobre la vida y la muerte,
sobre el “ser o no ser, esa es la cuestión” con un cráneo en la mano. La
muerte, qué remedio, siempre presente en la historia del hombre.
Ahora los tiempos han cambiado, o, más bien, nos
los están cambiando. La calavera no produce crispación, recordar la muerte ya
no es señal de desasosiego, al menos eso intentan inculcarnos. Con la llegada
del día 31 de octubre, víspera de la cristiana fiesta de Todos los Santos, ya
es frecuente contemplar cómo disfrutan niños, jóvenes y mayores, disfrazados de
muertos vivientes, de esqueletos de pies a cabeza o de malvadas brujas. Esta
son las armas para contrarrestar los traumas pasados, cuando en las familias se
tenía por costumbre con carácter generalizado visitar y llevar flores a los
difuntos, ofrecer misas o encender velas en las casas y en las iglesias,
acompañadas de una oración para pedir por las benditas ánimas del Purgatorio.
Todo gracias a la famosa fiesta de Halloween, fiesta pagana donde las
haya, de procedencia anglosajona y fomentada, difundida y comercializada por
los Estados Unidos de América, con pingües beneficios para todos aquéllos que
se quieren apuntar a hacer caja a costa de los acérrimos consumidores, con la mirada puesta en los inocentes niños, principal objetivo como si sus mentes y sus vidas estuvieran sujetas a esas edades al ineludible acontecimiento temeroso para los mayores.
Pensar seriamente en la muerte no es de necios. Los sabios de la antigüedad tuvieron una honda preocupación en el destino después de la muerte. A Platón fue una de las cuestiones que más le preocupaba; Séneca escribió que “se precisa de toda la vida para aprender a vivir; y, lo que es más extraño todavía, se necesita toda la vida para aprender a morir”. Olvidarnos de la muerte, parodiar sobre su existencia, es la peor manera posible para afrontarla cuando llegue. El efecto Halloween ya no dará resultado, de poco habrá servido las celebraciones en torno a ella, porque en la medida que nos hayamos preparado en la vida estaremos en disposición de afrontarla con ánimo sereno y esperanzado de pasar a otra.
Hace unos días en uno de los grupos de whatsApp
al que pertenezco, se recibió una nota de voz de un sacerdote a la salida del
Hospital Virgen del Rocío de Sevilla, pidiendo oraciones por un niño de ocho
años, al que le habían descubierto dos tumores en la cabeza, que iba a ser
operado de inmediato. El sacerdote le explicó al chico el significado de
administrarle el sacramento de la Unción de Enfermos, que era para que Dios le
llenase de paz, fortaleza y esperanza, a lo que el chaval respondió con madurez
y serenidad. Ante el riesgo de peligrar su vida, el sacerdote no le ha ofrecido
cambiar el pijama del hospital por un disfraz de vampiro, sus amiguitos no le
ofrecen lo de “truco o trato” para hacerle sonreír, sus padres no le han
prometido cuando se recupere invitarle a comer un “menú de la muerte”, que
ofrecen en estas fechas algunos restaurantes, para aliviarle y hacerle
llevadero el difícil trance por el que iba a pasar. No. En estas circunstancias
Halloween no hace efecto. El entorno afectivo y familiar de este niño ha optado
por poner su vida en manos del único que vence a la muerte: Jesucristo. Fuera
de Él el inevitable trance de la muerte se convierte en tragedia, en
desesperación, sin olvidar que por este trauma todos pasaremos, porque como
escribía Horacio, “la muerte lo
mismo llama a las cabañas de los humildes que a las torres de los reyes”. El
miedo a la muerte solamente puede ser derrotado por la esperanza en una nueva
vida; erramos si cerramos los ojos al mayor enigma del ser humano, acertamos si
reconocemos que el sentido de la vida está en alcanzar la salvación eterna.
¿Solos? No; con Cristo, porque nos lo ha dicho “Yo soy el camino, la verdad y
la vida” (Jn. 14,6).
“La muerte no es el final” es una composición musical cristiana creada por el sacerdote español Cesáreo Gabaráin Azurmendi (1936-1991). En 1981 el pasaje central se convirtió en himno para honrar a los caídos de la Fuerzas Armadas Españolas. Te sugiero que leas completa la composición. Es el mejor broche con el que puedo terminar este post.
Me llega el tuit diario del Papa Francisco y no puedo dejar de transcribirlo, hoy festividad de Todos los Santos. Dice así: "Queridos amigos, el mundo necesita santos, y todos nosotros, sin excepción, estamos llamados a la santidad. ¡No tengan miedo!". Aleccionador ¿no?
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