Sirva anticipar antes de nada que, como no he pedido permiso para escribir sobre ellos, no daré los nombres de estos tres paisanos, dos hombres y una mujer, a los que voy a mencionar en este post.
La misma
noche de llegar al pueblo me puse en contacto con un tomellosero, al que he
conocido a través de Facebook –uno más-. No hicieron falta escribir muchas
líneas por WhatsApp, para quedar en vernos al siguiente día. Así fue, a las 10
de la mañana –la puntualidad es una virtud que mis paisanos suelen
tener- lo tenía esperando en un bar de
la calle Don Víctor Peñasco. No le conocía personalmente, queda dicho, pero el aspecto era el de un hombre
con la salud propia de su edad. Poco tiempo atrás un trasplante le había revitalizado el organismo. Hablamos por espacio de media hora porque a las diez y media tenía
que estar en su casa para tomar la medicación necesaria para evitar rechazos.
Esa misma tarde, paseando con mi mujer y una de mis hijas, me lo encontré por la
avenida de Don Antonio Huertas. Llevaba a dos chavales cogidos de la mano; la mujer
con la que comparte su vida iba al lado de él también con otros chicos, en total irían unos cinco o seis jóvenes con ellos. “Esta es mi otra familia” me
dijo. Se refería a los chavales de AFAS. Ejerce una labor social con esta asociación
de tanto prestigio en nuestro pueblo, creada por un grupo de padres con hijos discapacitados. Si por la mañana me alegré de verle y
conocerle, por la tarde la alegría no fue menor al comprobar la disponibilidad
de este tomellosero para dedicar tiempo a otros que necesitan de ciertos
cuidados y atenciones. Me dejó huella por esa gran lección de
optimismo que me dio “el amigo de Facebook”. Ese circunstancial encuentro de la
tarde me hizo pensar que para obrar con generosidad, con espíritu de entrega
hacia los demás, no tenemos que cambiar nuestro estilo de vida, ni abandonar
casa en busca de tierras lejanas; al necesitado le tenemos más cerca de lo que
creemos. Y siempre se necesitan manos para seguir “echando manos” a las labores
altruistas. Sirva la fotografía que encabeza esta entrada, en reconocimiento a los donantes españoles que gracias a ellos España figura a la cabeza de Europa en donantes de órganos.
Muchos años han pasado desde que nos conocimos. Hubo larga temporada que nos veíamos todos los días, los siete
de la semana. Entre cliente y cliente departíamos sobre temas varios. Es el
único que me manda WhatsApp de voz, y ¡como me gusta su acento tomellosero!
Quedamos una mañana en una terraza también en la Avenida de Don Antonio Huertas. Sin
preguntarle por su vida, enseguida me contó lo que más quería que supiera.
Llevaba siete años separado de su mujer, una separación muy pintoresca. Vivían
en la misma casa, se veían pero no se hablaban. No hubo papeles por medio, ni
hizo falta resolución judicial para romper la relación. Eran como dos
desconocidos. Así hasta que no hace mucho una de sus hijas –que vive en la misma
vivienda pero en otra planta- le bajó una tortilla de patatas hecha por su
madre. No le dio más explicaciones. Y él quería saber la razón de que su mujer le preparase una tortilla. Así que una noche pidió permiso para entrar en
su dormitorio, ella ya estaba acostada, se sentó en la cama y le preguntó el
motivo de que sin pedirlo –no se dirigían la palabra, recuerdo- le obsequiase con su plato preferido. Ella le cogió la mano, miró las fotos de sus hijos
que había en el dormitorio y le miró a él. Me contaba que le salió una
“cosa rara por el cuerpo”, sintió como
un enorme alivio, mucha paz, estaba a gusto, feliz. Desde esa noche, y por una tortilla de patatas, vuelven a vivir como marido y mujer, se saludan cada día al levantarse con un beso,
salen a la calle juntos, alguna que otra amistad al conocer la reconciliación se
han acercado para darles la enhorabuena; han vuelto a recobrar el aliciente que tanto les ilusionaba cuando fuesen mayores: envejecer juntos, disfrutar de hijos, rejuvenecer con la
presencia de los nietos. Creo que es una buena consideración pensar que también en las crisis matrimoniales puede haber una segunda oportunidad. Aunque exista resolución judicial. Siempre se esta a tiempo de revocar. Ya sabemos lo que es capaz de unir una tortilla.
El tercer encuentro que
me ha dejado especialmente marcado en Tomelloso ha sido con una paisana,
antigua compañera de instituto. Cumplí con una gestión administrativa y allí la
encontré, en la oficina rodeada de mesas limpias de empleados y papeles, a consecuencia de
las vacaciones estivales. Tiempo para recordar el pasado y hablar del presente. A los treinta y cuatro años pudo ser madre.
Tiene dos niños adoptados, uno asiático y otro europeo. A diferencia de otros matrimonios, a los que respeto sus decisiones, no son hijos nacidos de inseminaciones, de estudio y trabajo de laboratorio; tienen componentes genéticos distintos a los padres de adopción; suelen ser niños con triste pasado, cada uno con su
historia dramática; pero son niños que han salido del abandono para convertirse en hijos queridos por unos padres que reemplazan a los que le han dado la vida. Admiro a estos padres. Pasan por muchos trámites hasta que se les aprueba la solicitud, debe ser cuantioso el desembolso económico, se la juegan con unos chiquillos faltos de calor familiar; y, sin embargo, daba gusto oír a mi paisana y antigua compañera de instituto, refiriéndose a ellos como si hubieran salido de su vientre. Y encima decía de ellos que son muy tomelloseros. Así da gusto.
Estos son los tres encuentros que quería destacar, tres encuentros que dejan huella. Me reconforta mucho conocer estas experiencias llenas de humanidad. Y además, en mi pueblo y con tres tomelloseros.
Os dejo el trailer de una película muy especial que aún no se ha estrenado. Es distinta a otras, qué duda cabe.
Estos son los tres encuentros que quería destacar, tres encuentros que dejan huella. Me reconforta mucho conocer estas experiencias llenas de humanidad. Y además, en mi pueblo y con tres tomelloseros.
Os dejo el trailer de una película muy especial que aún no se ha estrenado. Es distinta a otras, qué duda cabe.
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