domingo, 22 de abril de 2018

Caminando en la Pascua con Cleofás


Estamos en Pascua de Resurrección, un tiempo alegre para vivir y proclamar  que Cristo ha triunfado sobre la muerte. Tú y yo también podemos triunfar si nos mantenemos fieles a Él. Pasaremos por ella, pero para una vida nueva, una vida ya sin fin. No hay mejor proyecto para el alma, es un regalo de Dios para la tuya y la mía.

Los planes de Dios no eran los planes con los que soñaban quienes participaban de esa comitiva que acompañaba a Jesús a su llegada a la Ciudad Santa, o de quienes ponían sus mantos en el suelo y recortaban ramas de árboles y las echaban por el camino para recibir al Rey Mesias. No, esos no eran los planes de Dios. Es normal, por tanto, que desde que Cristo fue sepultado sus discípulos estuvieran decepcionados y temerosos de haber perdido al Maestro; la esperanza de instaurar el Reino había sucumbido con la misma suerte que las insurrecciones de unos pretendidos caudillos del pueblo judío. Israel no podría estar por encima de todas las naciones y vivir una paz tan buscada, sufrida y anhelada. Desconcierto y pesadumbre. Este era el sentir expresado por Cleofás cuando el Señor resucitado se aparece a él y a otro discípulo caminando hacia  Emaus: “Nosotros esperábamos que sería él –Jesús el Nazareno-  el que iba a librar a Israel; pero, con todas estas cosas, llevamos ya tres días desde que esto pasó”(Lc. 24,21).

Acogerse al sentir de Cleofás es humanamente lógico. A veces pensamos que Dios no nos hace caso, que desaparece de nuestras vidas sin importarle un ápice el presente que vivimos y el futuro que nos aguarda. Creemos todo lo que narran las Escrituras, pero la idea de un Dios cercano al hombre se pierde: “Es verdad que algunas mujeres de las nuestras nos sobresaltaron, porque fueron muy temprano al sepulcro y, al no encontrar su cuerpo, volvieron diciendo que habían visto una aparición de ángeles, los cuales dicen que él vive” (Lc. 24, 22-23). Pero la resurrección de Cristo no supone cambios sustanciales en nuestras vidas, vivimos cotidianamente pensando en las realidades de la tierra, como Cleofás. Cerramos la Semana Santa el domingo de Ramos a lo sumo, cuando no el mismo Viernes Santo, olvidando el quicio de nuestra fe.

Y, sin embargo, la gran esperanza de salvación y felicidad para la humanidad sigue siendo la misma:¡Cristo vive!. “Es una alegría auténtica, profunda, basada en la certeza de que Cristo resucitado ya no muere más, sino que está vivo y operante en la Iglesia y en el mundo” (1).

Muchos se lo pueden preguntar: ¿en qué Iglesia? ¿En un mundo convulso? ¿Dónde reconocerlo? Han pasado veintiún siglos y los ojos de la fe siempre se abrirán en un altar donde se esté celebrando una Misa: “Estando a la mesa con ellos, tomó pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Entonces se abrieron sus ojos y le reconocieron, pero él desapareció de su presencia”. (Lc. 30, 31). Cleofás y los discípulos que compartieron la mesa con Jesús aquella inolvidable tarde quedaron conmovidos, reconocieron que era él; esas palabras, esos gestos eran de la misma persona que celebró la Última Cena el Jueves Santo. Esa tarde se instituyó la Eucaristía, se celebró la primera Misa; un alarde divino de amor por los hombres: Dios delante del hombre para ser acogido en su alma.

Sí, Dios está en el mundo. El mismo Cristo que ha resucitado viene a nuestro encuentro bajo las especies de pan y vino durante la Misa, se queda en el alma de quienes le reciben para dar testimonio de la Buena Noticia: ¡Cristo vive! La Eucaristía es el Sacramento del Amor. “Esta por tanto es la gracia más grande: poder experimentar que la misa, la eucaristía, es el momento privilegiado de estar con Jesús, y, a través de Él, con Dios y con los hermanos” (2). No podemos encontrarlo en medio del mundo si antes no tenemos ese momento íntimo en la Comunión. Cuando Cleofás y su compañero descubren que han estado con Jesús corren a Jerusalén para contarlo a los Once. Y ellos le confirman lo que habían visto: “El Señor ha resucitado realmente y se ha aparecido a Simón” (Lc. 24, 33, 34). 


Este tiempo de Pascua puede ser una gran ocasión para plantearte tu asistencia a Misa. ¿Llevas años sin asistir?, ¿vas cuando te apetece?, ¿crees que es un rollo de curas y gente mayor? Puede que sea el momento para cambiar el concepto que tienes de ella. No te sorprendas si te cuento que hay muchas conversiones delante de un sagrario. Cuando la Iglesia recomienda asistir todos los domingos y días de precepto no lo hace para fastidiarte el domingo. Es para que participes de ese Sacramento de la fe, oración que pronuncia el sacerdote una vez que ha quedado consagrado el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Y esto es un acontecimiento primordial para la vida del cristiano.

Es una opción que puedes plantearte. Ser el Cleofás taciturno, tristón y deseperanzado, o el discípulo desbordante de alegría que ha experimentado que ¡Cristo vive!

 El video del Papa Francisco para este mes puede resultar especialmente interesante para aquéllos que tienen relación directa con la economía. 






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