El mayor derroche de generosidad que puede efectuar una persona es dar la propia vida para salvar otra. Ha habido muchos casos donde actuaciones altamente altruistas han dado como resultado que la vida de quien más peligro corría la salvó, en perjuicio de quien la arriesgó hasta las últimas consecuencias. Seguirán dándose hechos donde se ponga de relieve el buen corazón de muchos en beneficio de otros. Por eso es muy posible que la gran mayoría de católicos cuando oímos o leemos que el Señor nos amó hasta el extremo, se nos venga la imagen de Cristo crucificado, muerto en la Cruz. Es el mejor modo de considerar una actuación divina con lógica humana.
Sin
embargo, la homilía que escuché el domingo de la solemnidad del Corpus Christi,
en el Real Oratorio Caballero de Gracia -si vives en Madrid o si en alguna
ocasión estás de paso te recomiendo que lo visites, en este año se está celebrando el 500 aniversario, y el Papa Francisco ha concedido un Año Jubilar-, me hizo pensar sobre esta consideración. El
sacerdote celebrante dijo que el derroche más grande del Señor por la humanidad
fue quedarse en la Eucaristía. Palabras profundas, con mucho sentido. Así puede entenderse mejor esa promesa que Jesús
hizo a los Apóstoles antes de subir al Cielo: “Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”
(Mt. 28, 20). Dejarse clavar en la Cruz, morir ignominiosamente para que tú y
yo podamos heredar el Reino de los Cielos, no fue suficiente para Jesucristo.
Ascender a los Cielos para preparar nuestras eternas moradas, tampoco. No.
Quiso más. Una locura: transformar un trozo de pan en su Santísimo Cuerpo.
El
resultado no es ficción: Jesús está ahí, muy cerca de tu casa, de tu escuela,
de tu centro de trabajo, de tu lugar de ocio. En cada iglesia por la que pasas
hay un Sagrario, y dentro del Sagrario está el Señor. Está con nosotros, para
adorarle, para hablarle, para verle con los ojos de la fe, pero, sobre todo,
está para alimentar tu alma y la mía. Jesucristo en la Eucaristía, en el
sacrificio del Altar, donde recibimos la mayor fuente de gracia para nuestras
almas.
Pero
ya no recorre aldeas, no pasa por sinagogas, no sube al monte para exponer
bienaventuranzas; ahora te necesita a ti, como necesitó a Andrés para ir a
anunciar a su hermano Pedro el hallazgo que cambió su vida: “hemos encontrado
al Mesías” (Jn. 1,40-41).
En la breve meditación que el cardenal arzobispo de Madrid, don Carlos Osoro, pronunció en la explanada de la Basílica de la Almudena, con el Santísimo expuesto después de recorrer las calles de Madrid, el domingo de la festividad del Corpus Christi, aludió al encuentro del Señor con la samaritana en el pozo de Jacob. Cuando descubre que tiene delante al Mesías deja el cántaro -deja lo que le sobra- y va a la ciudad para comunicar lo que ha visto, a quien ha encontrado, de manera que muchos samaritanos creyeron por el testimonio de esta mujer. Y pedía a los allí reunidos reaccionar como lo hizo esta mujer. Olvidarnos de lo que nos sujeta, de los planes propios, para ir en busca de esas personas que tratamos y conocemos para ponerles delante del Señor, ser “callejeros de la fe” como pide el Papa Francisco a los jóvenes, en uno de sus tuits diarios, teniendo en cuenta que “en el testimonio de fe no cuentan los éxitos, sino la fidelidad a Cristo, reconociendo en cualquier circunstancia, incluso la más problemática, el don inestimable de ser sus discípulos misioneros”(1).
Así contribuiremos a paliar el grito de san Francisco de Asis que ha dado título a este post.
También con la música puede adorarse al Señor. Este vídeo así lo demuestra.
También con la música puede adorarse al Señor. Este vídeo así lo demuestra.
(1)
Papa
Francisco, Ángelus 25/06/2017
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