Después del “parón” navideño que
siempre sugiere tratar temas relacionados con las fiestas que vivimos, volvemos
a las obras de misericordia con la penúltima de las catorce: sufrir con
paciencia los defectos del prójimo. No hablamos de ofensas, agravios o injurias
que nos pueden ocasionar un grave perjuicio; son esos roces cotidianos aparentemente insignificantes a los que no damos excesiva trascendencia, pero que pautan una relación que puede llegar a ser tensa, si no sabemos detener a tiempo ese espíritu crítico que todos llevamos dentro.
A lo largo de un día suele ser habitual
relacionarnos con muchas personas dentro de diferentes entornos: familiar,
universitario, profesional… y como es natural, la convivencia hace que tratemos
con personas que no siempre sus comportamientos se adaptan a nuestra manera de
pensar o de vivir. Todos hemos tenido experiencias que ahora recordamos con
sentido del humor, pero que en su momento nos contrariaban hasta el punto de
perder la paciencia y la caridad.
Recuerdo a un militante sindicalista que tuve por compañero en la academia donde preparé las oposiciones, que en los descansos entre clase y clase hacía su disertación sobre la lucha obrera, o el cinéfilo con quien hacía patrulla en las guardias durante el periodo de milicia, que me contaba con pelos y señales sus películas favoritas. Los más temidos suelen ser los cuñados, que en reuniones familiares no paran de hablar y de entender de todo, sin olvidar a los peluqueros -temidos por uno de mis compañeros de trabajo- que acostumbran a hablarnos de todo durante el tiempo que dedican a cortarnos el pelo. Quienes leáis este post seguro que se os vendrán a la cabeza varias personas con las cuales tratáis y aguantáis, con más o menos acierto. Es cuestión de paciencia, que es una virtud que tenemos que pedir a Dios, especialista de primer orden en esta cualidad fundamental en las relaciones entre los seres humanos.
Anécdotas aparte, los roces diarios con
el prójimo no carecen de importancia porque pueden erosionar la relación hasta
llegar a agravar el trato con él. Como la gota que cae insistentemente sobre una
piedra termina por deteriorarla con el tiempo, no dar importancia a esos
pensamientos críticos puede llevarnos a adoptar sentimientos de desprecio,
antipatía o rencor, emitiendo juicios temerarios, paso previo a los prejuicios
que tanto daña la reputación de las personas.
Si la Iglesia tiene a bien considerar misericordiosa la paciencia con los defectos del prójimo, es porque puede hacerse mucho bien empezando por nosotros mismos. Con esta obra de misericordia cultivamos una virtud que, con la gracia de Dios, podemos poner en práctica frecuentemente. ¿O es que tú y yo no erramos como el que más?, ¿O es que no tenemos defectos como tienen aquéllos a los que criticamos? Seamos sinceros, valientemente sinceros: los demás también sufren tus defectos y los míos. Hay que tomar de vez en cuando prestada las gafas del prójimo para darnos cuenta que no estamos exentos de provocar en los demás sentimientos contrarios a los que deseamos. Levantamos polvo en nuestro caminar por la vida como el que más. Dicho en tono severo y apostólico, como san Pablo acostumbra: “Porque si alguno se imagina que es algo, sin ser nada, se engaña a sí mismo. Que cada uno examine su propia conducta, y entonces podrá gloriarse solamente en sí mismo y no en otro; porque cada uno tendrá que llevar su propia carga”. (Gal. 6, 3-5).
Llevar con paciencia esos defectos del
prójimo que tanto perturban nuestra paz, ayuda a pulir el alma a la vez que
proporciona un trato más afable, considerable y respetuoso con el prójimo; a
vivir, en definitiva, la caridad fraterna que se prueba realmente en las relaciones más estrechas con los demás.
Os dejo con este artista de la pintura. Es admirable. Lo tendremos en más ocasiones para poner el punto y final a próximos posts.
Os dejo con este artista de la pintura. Es admirable. Lo tendremos en más ocasiones para poner el punto y final a próximos posts.
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