viernes, 30 de diciembre de 2016

A la luz de Belén




Para dar sentido a una celebración son necesarios dos requisitos: primero, que exista el hecho a celebrar, y segundo, tener capacidad de memoria para recordarlo. Voy al grano. Hace unos días me comentaba un compañero de trabajo, con un simpático punto crítico, que el Nacimiento de Cristo era más creíble por la fe que por la constatación histórica, que es tanto como decir que la Navidad tiene un elemento festivo sin constatación histórica de haberse producido aquello que se recuerda. No es una afirmación aislada, tiene una base comúnmente aceptada entre los escépticos.

Desde los primeros tiempos el cristianismo ha tenido que asumir un plus de rigor histórico para demostrar el paso por este mundo de Jesucristo, exigencia que no han necesitado personajes como el emperador de Francia Napoleón Bonaparte, el rey de Macedonia Alejandro Magno o el corsario musulmán Jeireddin Barbarroja, por poner tan solo tres ejemplos de personajes históricos.

Sin embargo es una realidad histórica contrastada que Jesucristo nació en Belén, vivió gran parte de su vida en Nazaret y murió crucificado a las afueras de Jerusalén por revelar que era el Hijo de Dios, blasfemia que era castigada con la pena de muerte por las autoridades civiles y religiosas de Israel. Los principales testigos históricos, como en cualquier investigación sobre la veracidad de un personaje de la historia, son sus partidarios y discípulos, especialmente los Apóstoles. Si nos referimos a documentos, el Nuevo Testamento -compuesto de los evangelios canónicos, las epístolas de Pablo, y otras siete más y el libro del Apocalipsis- es el que remarca la vida de Jesús y los comienzos del cristianismo.


Hay otras fuentes no cristianas que amplían la validez histórica de las cristianas. Sin profundizar en sus contenidos para no extenderme en este post -invito a hacer una instrospección por internet para conocerlos con más detalle- dejo una serie de historiadores, filósofos y escritores que así lo avalan: Flavio Josefo, Tácito, Mara-bar Serapión, Suetonio, Plinio El Joven, Luciano de Samosato, Thallus o Celso. El Talmud y los llamados rollos del Mar Muerto son documentos que también refieren la historicidad de Cristo.

Y sin reparar mucho en ello, tenemos una prueba irrefutable: el antes y el después en la historia a partir del Nacimiento de Jesús, el comienzo de la Era Cristiana. Mucha notoriedad tuvo que tener Jesús, y la tuvo, para que el calendario por el que nos orientamos en el tiempo parta desde su nacimiento. Ningún personaje histórico ha sido tan determinante como para asentar la cronología histórica del mundo tomando como partida el año que nació.

A pesar de todo para muchos queda la duda de si el Niño que nació en Belén será algo más que un hombre. De ahí, que el mejor modo de disipar la duda es sostener que todo es un montaje de los primeros cristianos para fomentar la figura de Jesucristo, como un mito en la historia de la humanidad. O bien, tratar de desacralizar la Navidad, quitar el protagonismo religioso y poner en su lugar unas fiestas basadas en una amnesia colectiva e individual, sin más sentido que celebrar sin sentido. ¿Y por qué? El Papa Francisco encuentra la respuesta a la vez que nos exige: “Dios nos lo pide, exhortándonos a afrontar la gran enfermedad de nuestro tiempo: la indiferencia. Es un virus que paraliza, que vuelve inertes e insensibles, una enfermedad que ataca el centro mismo de la religiosidad, provocando un nuevo y triste paganismo: el paganismo de la indiferencia” (1).

Es ésta una realidad que a poco que nos fijemos rezuma en la sociedad. Lo comprobé hace unas semanas en un centro cultural de la ciudad donde vivo. En la puerta de entrada se formaba una larga cola para pasar a la primera planta. En esa planta se había formado un rastrillo -¿navideño?- y se hacía dificultoso caminar entre puesto y puesto. Ropas, bisutería, objetos decorativos entre otros, formaban un conglomerado donde la gente miraba y miraba con curiosidad e interés por comprar. Al fondo de esa planta, un belén, un bonito belén, que no atraía a casi nadie. La deducción clara y lacerante: hemos convertido la Navidad en un flujo consumista que nos impide profundizar en la verdadera esencia de esta fiesta. Quedan totalmente actualizadas las palabras que se recogen en el comienzo del Evangelio de san Juan: Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron (Jn. 1, 11).

Si eres de los que han caído de lleno en esta paganización de la Navidad, todavía estás a tiempo. Te sugiero que empieces por pararte a pensar en el significado de la Navidad. ¿Sabes de dónde proviene? Es bueno que lo sepas. Procede del latín Nativitate. No aclara mucho ¿verdad? Si desglosamos a lo mejor sí. Nati significa nacimiento; vita, de la Vida, y te para ti. Ya tienes el significado en castellano "Nacimiento de la Vida para ti". Dios se ha hecho hombre para ti. No es insensible a tus problemas, no es indiferente a tus alegrías, no se despreocupa de tus proyectos y ambiciones nobles. No nace para una época, ni para una cultura, ni para un continente en general, nace para ti.

No dejes pasar la oportunidad, escápate de ese estereotipo que tienes trazado más en tu mente que en tu corazón, no busques querer razonar humanamente la grandeza del misterio que vivimos, que no te deslumbren esas luces que adornan tu pueblo o ciudad, que dan un trasfondo festivo que viene muy bien para levantar ánimos; pero, por encima de jolgorios estridentes, déjate iluminar por la luz de Belén para ver que ha nacido un Niño para que tu alma, y la mía, se abra al amor eterno de Dios.

Este mes no he descargado el video con las intenciones del Papa Francisco. Aquí lo tienes. Todavía estás a tiempo de pedir por ellas.

¡Te deseo una feliz NA-TI-VI-TA-TE y un dichoso año 2017!


(1) Papa Francisco, el 20 de septiembre de 2016, en el 30 aniversario de la Jornada Mundial de la Paz en Asís.

sábado, 17 de diciembre de 2016

OBRAS DE MISERICORDIA: Consolar al triste (V)


No son pocos los sociólogos expertos en la materia que piensan que a pesar de todos los avances de la sociedad moderna, el hombre no es más feliz que en generaciones pasadas. El desconsuelo se hace patente incluso en edades tempranas, aumentan las consultas a psicólogos y psiquiatras para liberarse de la maraña de desaliento, de esas alegrías ficticias, efímeras y pasajeras, por lo general materiales, que conducen al desconsuelo más desesperanzador.

Puede que sea una buena ocasión para calibrar tu alegría. ¿Qué es lo que alegra tu corazón? ¿La salud? ¿El desahogo económico? ¿La buena reputación laboral? ¿La armonía en el hogar?  Objetivos honestos y deseables, sin lugar a dudas, pero ¿eres capaz de exclamar como el santo ortodoxo Serafin Sarovski: “¡Mi alegría es Cristo resucitado!”? ¿Es esta la alegría donde se asienta tu vida? El ConcilioVaticano II nos recuerda que el fundamental consuelo es la fortaleza del Señor resucitado (1). Esta y no otra debe ser la alegría que marque tu vida.

Si eres poseedor de esa alegría que nace de un corazón en paz consigo mismo y con los demás, enhorabuena, da gracias a Dios, consérvala y avívala porque a lo largo de la vida pueden surgir, y surgirán, circunstancias, momentos y situaciones negativas, donde la alegría puede tambalearse y asumir protagonismo la tristeza, la peor compañera de viaje. Y si es así, no queda más aptitud que poner empeño en este consejo de San Pablo -que sufrió desprecios, incomprensiones, naufragios y persecuciones después de la conversión camino de Damasco-  a modo imperativo: “Estad alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. El Señor está cerca” (Fil. 4,4). Esta es la clave: estar cerca del Señor, tenerlo tan próximo como se quiere tener al mejor amigo del alma, y Cristo, tenlo seguro, es el mejor de los amigos con los que podemos compartir la vida.

Ahora bien, la alegría, esa alegría que debe caracterizar a un cristiano, no es para mantenerla escondida, es para ofrecerla a los demás, a esos hombres y mujeres que ocasionalmente tratamos, o con los que habitualmente convivimos, que andan sumidos en el desconsuelo. No demos la razón a Nietzsche con esta frase:“Creeré cuando los cristianos tengan cara de haber sido salvados”.  Porque puede pasar, y pasa, que por mucha paz interior que disfrutemos, a veces nuestro semblante no invita a simpatizar con los demás, y vivimos una alegría árida sin poder de atracción. Mírate al espejo y pregúntate: ¿Puede decirse de ti, que tu cara es el espejo de tu alma? Decía santaTeresa de Calcuta que “la alegría es una red de amor con la que se puede atrapar a muchas almas”. Podríamos decir que la cara es el mejor anzuelo para que “piquen” muchas almas en el mar por el que navegamos. Santa María Faustina Kowalsk tenía en mente y en espíritu una clara idea de que la fe no era para sí misma: "Absorbo a Dios en mí, para entregarlo a las almas" (2). 

Estamos a pocas fechas de celebrar la Navidad, que tiene que ser la venida del Señor a tu corazón y al mío, en la noche del 24 de diciembre. Buen momento para pedir objetivos magnánimos. “Servite Domino in laetitia!” -¡Serviré a Dios con alegría! Qué buen propósito. Por si no lo sabes: “Se necesitan testigos de la esperanza y de la verdadera alegría para deshacer las quimeras que prometen una felicidad fácil con paraísos artificiales. El vacío profundo de muchos puede ser colmado por la esperanza que llevamos en el corazón y por la alegría que brota de ella” (3). Nos lo dice el Papa Francisco, un hombre alegre, como bien sabes. 
En resumidas cuentas, creo que es una ocasión propicia la que un año más  nos brinda la Iglesia, para que tú y yo nos decidamos a alegrar los corazones afligidos. Contando con Dios, claro está.

El vídeo ves que no es actual en cuanto a la fecha, pero sí en cuanto a esta obra de misericordia. Compruébalo.

(1)        Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, 8.
(2)        Papa Francisco, Carta Apostólica Misericordia et misera, pág. 6.
(3)    Santa María Faustina Kowalska, La Divina Misericordia en mi alma, punto 193.



lunes, 5 de diciembre de 2016

OBRAS DE MISERICORDIA: Perdonar al que nos ofende (IV)


Entonces, acercándose Pedro a Jesús, le preguntó: Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces lo tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces? Jesús le contesta: No te digo hasta sietes veces, sino hasta setenta veces siete (Mt. 18, 21-22).  Ciertamente que Pedro, hombre de carácter tan fuerte que fue capaz de reprender a Jesús y tratar de disuadirlo del plan de salvación trazado por Dios (Mr. 8,32), tuvo que quedar un tanto descolocado. Para los judíos el número siete significa plenitud; por tanto Pedro tuvo que entender que el Señor estaba indicándole que siempre había que perdonar. Sí, a ti a mí, como a Pedro, el Señor nos lo pide: ¡perdonar, siempre! Un reto.

Todos tenemos experiencias de haber sido ofendidos. En muchas ocasiones -reconozcámoslo-  más por nuestra susceptibilidad que por palabras o hechos graves. El amor propio acostumbra a engrandecer lo que no pasa de ser una nimiedad. Y acto seguido se nos vienen esas expresiones del "perdono pero no olvido", "quien me la hace la paga" y tener argumentos para aplicar la ley del talión. Nos creemos más liberados –eso es lo que pensamos- viendo cómo triunfa el ego, cuando en realidad no nos damos cuenta que la mochila de los agravios se va llenando; el odio, la rabia y el rencor son piedras muy pesadas que marcan el paso por la vida. 

Hace unos días en el entorno de mi trabajo trataba este tema con un hombre muy sincero consigo mismo y con los demás, nada proclive a la práctica religiosa, y reconocía  que el cristianismo había aportado a la civilización el perdón y la piedad. Así es. No hay más que mirar un crucifijo y ver quién está clavado: Jesucristo. Una de sus últimas peticiones: Padre, perdónales porque no saben lo que hacen (Lc. 23,34). Y la promesa a quien reconoce su culpa: Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso (Lc. 23, 39-43).

Y si seguimos profundizando en esta virtud, podemos pararnos en ese momento en que Jesús se encuentra orando y sus discípulos le  piden que les enseñe a orar. Y les responde con el Padre nuestro, donde se recoge una petición: …y perdónanos nuestros pecados, como también nosotros perdonamos a todo el que nos ofende… (Lc. 11, 1-4). No hay dudas: el perdón es la huella de identidad del cristiano. Perdón, para todos, para quien nos pide disculpas, y para el que nos tiene por el peor de sus enemigos declarados. Siempre perdonando.

Fue santa Teresa de Calcuta quien pronunció esta frase: Amar hasta que duela. Si duele es buena señal.” Exigente pero misericordiosa. Cuanto más se ama más se es capaz de perdonar. Indudablemente que hay situaciones graves donde la indulgencia solamente puede ejercitarse por una especial gracia de Dios. Mártires, santos y confesores de la fe a lo largo de los siglos han dado pruebas evidentes de que el perdón puede más que el odio. La imagen del Papa San Juan Pablo II perdonando al turco Ali Agca, quien quiso asesinarle aquel 13 de mayo de 1981, es vivo ejemplo.  Pero tú y yo puede que no suframos esos agravios que pongan en juego la propia vida. Haz recuento de lo que perturba tu paz, de tus enemigos, de los agravios que recibes y seguro que descubres que el corazón se agria por pequeños sucesos a los que el amor propio da un relieve desproporcionado. 


Hemos terminado el Jubileo de la Misericordia, un año dedicado a cultivar este gran don que nos regala Dios. Pero la misericordia del Señor no conoce fechas ni plazos, recibirla y ofrecerla a los demás puede ser el gran objetivo de tu vida. ¿Razones? Nos la da el Papa Francisco: “El mundo necesita el perdón; demasiadas personas viven encerradas en el rencor e incuban el odio, porque, incapaces de perdonar, arruinan su propia vida y la de los demás, en lugar de encontrar la alegría de la serenidad y la paz” (1).

Para terminar nada mejor que este video donde la protagonista es una niña iraquí de diez años que se llama Myriam, huida con su familia de su pueblo, Qaraqosh, refugiados en un campo del Kurdistan, protegidos por el ejército kurdo y asistidos por asociaciones humanitarias, entre otras Ayuda al Cristiano en Peligro, creada por el Vaticano. ¿Quién piensa todavía que no es capaz de perdonar?

(1) Papa Francisco, homilía en la basílica de Santa María de los Ángeles en Asís, el 4 de agosto de 2016.