viernes, 19 de agosto de 2016

Dos madres en el Cielo


Decía el Papa Benedicto XVI en la homilía de la Solemnidad de la Asunción de la Virgen María, en el año 2005, que en este día festejamos que tenemos una madre en el Cielo. Es una demostración del inmenso amor de Jesús por María. No podría ser de otra manera: el Hijo de Dios quería tener en cuerpo y alma a su Madre, una vez cumplido el tránsito del mundo terrenal al celestial. No quería únicamente estar con el alma de su madre; también deseaba tener cerca el cuerpo que le dio la existencia humana, el vientre que le llevó, los pechos que le amamantaron, los brazos que le acogieron, la sonrisa que tanto esperaba. Nada extraño que la Santísima Humanidad de Cristo quisiera lo mejor para María. Era perfecto Dios y también perfecto hombre. Un hijo agradecido a su madre.

Fue el Papa Pio XII quien proclamó el Dogma de la Asunción el 1 de noviembre de 1950, en la Constitución Munificentissimus, declarando que “terminado el curso de su vida terrenal fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo”. San Juan Pablo II exponía en una de sus homilías propias de esta fecha que “María Santísima nos muestra el destino final de quienes ´oyen la palabra de Dios y la cumplen´ (Lc. 11,28). Nos estimula a elevar nuestra mirada a las alturas, donde se encuentra Cristo, sentado a la derecha del Padre, y donde está también la humilde esclava de Nazaret, ya en la gloria celestial”.

Cielo. ¿Cuántas veces pensamos los cristianos que el objetivo por el que vivimos, o debemos vivir, está cruzando el umbral de la muerte? ¿Nos detenemos, amiga y amigo mío a pensar qué nos aguarda una vez que Jesús ha vencido a la muerte? Sí, ciertamente es complicado imaginarse el Cielo.  Estas palabras de Benedicto XVI nos pueden ayudar: “Hoy todos somos conscientes de que con el término ´cielo´ no nos referimos a un lugar cualquiera del universo, a una estrella o a algo parecido. No. Nos referimos a algo mucho mayor y difícil de definir con nuestros limitados conceptos humanos. Con este término ´cielo´ queremos afirmar que Dios, el Dios que se ha hecho cercano a nosotros, no nos abandona ni siquiera en la muerte y más allá de ella, sino que nos tiene reservado un lugar y nos da la eternidad; queremos afirmar que en Dios hay un lugar para nosotros”.

Con esta esperanza debió irse mi madre el pasado día 3. A sus 88 años se le juntaron las prisas -como suele decirse en mi pueblo- y “decidió” que había  llegado el momento de partir hacia la eternidad. Cuanto antes mejor.

Fue preparándose discretamente para entrar en la Casa del Padre y descubrir que hay una vida mejor, y para siempre, a pesar de “no haber vuelto nadie para contarlo”, como graciosamente recordaba que le decía su madre, cuando se albergaban dudas  de fe.  No quiso desvelar a sus hijos que intuía estar en las postrimerías de la vida (terrena). Tal vez ella misma pedía ya el adiós.  

Su confidente fue una mujer -una excelente mujer-, quien una vez por semana iba a limpiar el piso de mi hermano donde vivía. Se sentaba cerca de ella y mientras hacía las faenas de la casa y le daba conversación, abría el corazón a su confidente, y le contaba lo que su buena cabeza recordaba y su corazón le pedía.

Y junto a esta buena mujer otro confidente, el párroco de la iglesia de la Asunción de Nuestra Señora de Tomelloso, quien ha ejercido de pontífice desde que dejó de ir a Misa por no poder tirar de sus piernas y por el dolor “tonto” de la espalda, como llamaba a las molestias diarias por el desgaste de una de sus vértebras. Él era ese puente entre Dios y mi madre, el confidente espiritual con el que “hablaba de la vida” antes del momento álgido de la visita de los viernes: recibir la Comunión, y cuando el alma estaba más en carne viva el sacramento de la Reconciliación.

Un día antes del fallecimiento, el capellán del hospital de Tomelloso le administró la Unción de Enfermos. Rezamos con ella y por ella. Agradeció al joven sacerdote haberla visitado a última hora de la mañana, estando ya de vacaciones. No hubo dudas para el momento. Mi madre tenía todavía la capacidad mental suficinte para percibir que estaba recibiendo el Viático, el óleo santificado que se administra para fortaleza del enfermo ante el previsible y próximo trance de la muerte.

Pudo despedirse de la única hermana que vivía “gracias” a que mi prima decidió llevarla a urgencias para tratarse la herida en una pierna, sin saber todavía que su tía estaba ingresada, y que a pesar de la distancia de una y otra a lo largo del año surgió la ocasión de despedirse. Su hermana tirándole besos con la mano y mi madre despidiéndola con la mano levantada y soltándole un piropo: la llamó guapa.

Pero llevó una cruz. Llevaba nueve años cargando con ella. Solo ella sabía lo que pesaba. Una cruz que llevó en silencio. Rencores apagados con serenidad. Olvidos ajenos recobrados con recuerdos. Paz ante el desaliento. Podría haberse bajado de la cruz, agarrada a enojos y agravios que a la larga conducen a morder el polvo del odio. Pero no. Dios tenía otro plan, más divino. Ese silencio que viven las almas que están en sintonía con Dios. Como vivió el Siervo de Dios Ismael de Tomelloso en su corta vida y a la hora de la muerte. -“¡Madre mía del Pilar, sálvame!¡Dios mío, misericordia!¡Sagrado corazón de Jesús, en Vos…!”; y expiró el 5 de mayo de 1938. Mi hermana recuerda que las últimas palabras que pronunció con nitidez eran también oraciones.

Mi madre se ha ido a comienzos del mes de agosto, para no alterar las vacaciones de sus hijos y nietos. ¡Qué bien le han salido los planes! Detalles para no perjudicarnos. Como cuando la garrafa se llenaba del agua que en verano destila el aparato del aire acondicionado. Últimamente apagaba el aparato del aire para no llamar a mi hermano y tener que molestarse en tener que vaciar la garrafa.

Ana María ha partido en el Año Santo de la Misericordia. Perdonando, seguro estoy, a toda persona a la que podría haber hecho daño a lo largo de su vida. Seguro que hasta setenta veces siete. Dando buena cuenta del Padrenuestro: perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden...  Oía a diario Misa de lunes a sábado por televisión, y los domingos dos, el Rosario no faltaba a la tarde y por la noche  sus oraciones acostumbradas antes de  dormir. Ha estado siguiendo los actos retransmitidos de la Jornada Mundial de la Juventud y acordándose que una nieta estaba participando del encuentro de los jóvenes con el Papa Francisco.

Estoy convencido que la infinita misericordia de Dios mostró nada más morir complacencia con su alma. Muchas personas han rezado por ella. Y siguen rezando. Sacerdotes amigos ya han ofrecido sufragios por su alma.  Novena terminada en el Asilo de los Ancianos Desamparados de Tomelloso. Allí donde tanto ayudó en tareas domésticas. Su vida ha estado impregnada de mucho bien. Ha muerto con paz y en paz. Rostro sereno. Semblante apacible. La despedida, la misma que la que hice con mi padre: beso en la frente y un ¡nos vemos en el Cielo!




Se acabaron las conversaciones telefónicas diarias. El intervalo de las 9 a las 9.30 de la noche se me hace extraño. Era la hora fijada para hablar con ella. Ese detalle diario ya no es efectivo. No hace falta. La compensación es mejor: a partir de este año podré  celebrar en la fiesta de la Asunción de la Virgen María, que tengo dos madres en el Cielo. 

Te dejo este video con las intenciones del Papa Francisco para este mes de agosto. Como verás son muy olímpicas.






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