Si eres aficionado al fútbol te habrás dado cuenta que hay jugadores-estrella que cuando fallan una clara ocasión de gol sonríen y levantan la vista al cielo como diciendo "todo lo he hecho bien, no es posible haber fallado; a mi no se me puede hacer esto". Seguimos con fútbol. Hace unos cuantos años se emitía por televisión los domingos por la noche un programa titulado "Estudio Estadio", que incorporó la famosa moviola, en el que a cámara lenta se repetían las jugadas más conflictivas de los partidos de la jornada, para dilucidar el acierto o error del árbitro de turno. No sé si era habitual o no, pero en una ocasión contactaron telefónicamente desde el plató con el colegiado que había dirigido un partido con decisiones polémicas. Los invitados después de ver la jugada coincidieron en el error arbitral, decisivo para el resultado final de ese choque. Pues bien, a pesar de que las imágenes repetidas una y otra vez delataban el fallo arbitral, el protagonista de la decisión no asumió el error, manteniéndose firme en el acierto de su decisión. Y es que cuesta, y mucho, reconocer los errores máxime cuando por culpa del mismo se perjudica a otros.
Tú y yo no queremos ser jugadores o árbitros de fútbol antipáticos por no reconocer errores propios; en todo caso -ya ves que no abandono el hilo futbolístico-, nos identificaremos más con esos entrenadores que en las ruedas de prensa reconocen ser los únicos culpables de la derrota de su equipo por los desaciertos en la dirección técnica. Es incuestionable: en la vida obramos con aciertos, pero también actuamos con fallos. Somos así de imperfectos. Rectificar es de sabios, dice el refrán; y yo añado, y de humildes. Solo desde la humildad se pueden asumir los desaciertos. Unas veces seremos nosotros quienes lo percibamos y otras serán otros quienes nos lo harán ver.
Antes de corregir es conveniente preguntarnos la motivación de esa corrección. ¿Por qué lo corriges? ¿Porque te ha molestado ser ofendido por él? No lo quiera Dios. Si lo hace por amor propio, nada haces. Si es el amor lo que te mueve, obras excelentemente (1). Debemos actuar mostrando que nace de la caridad del amor a Dios, para que aquél quien la recibe descubra que es para su provecho personal.
Jesucristo la ejerció con sus discípulos en numerosas ocasiones, como muestran los evangelios, convirtiéndose en costumbre a lo largo de la historia de la Iglesia. Somos miembros de una familia y necesitamos unos de otros para orientarnos en la peregrinación por esta tierra, a la vez que ejercitando esta obra mostramos la caridad que nace del amor a Dios. Es un ejercicio de caridad y una exigencia grave para un cristiano, por cuanto puede estar en juego la felicidad eterna de un hermano en la fe. No es buena determinación incurrir en omisión o respetos humanos para evitar una corrección fraterna. De ser así mostramos falta de interés por la santidad personal de los cristianos más próximos, cuando la aptitud más elemental exige ser colaboradores en cualquier circunstancia. San Agustín nos advierte de la falta grave que supone su omisión: "Peor eres tú callando que él faltando"(Sermón 82,7).
Naturalmente que si estamos en situación de practicar la corrección fraterna es indispensable examinarnos de si también nosotros podemos estar cometiendo esa falta; en cualquier caso, sí es preciso reconocernos que estamos llenos de miserias por la debilidad de la misma naturaleza. El Espíritu Santo es quien debe ayudarnos para hacerla con sentido sobrenatural, pidiendo opinión si fuera posible a quien más experiencia tenga en estas cuestiones, y, sobre todo, rezando por la persona a quien vamos a corregir. Una buena petición puede ser ésta: " Jesús, ¿cómo actuarías con esta persona en esta circunstancia?". Cumpliendo debidamente con este deber el alma debe quedar con gozo y paz de hacer lo que el Señor nos enseñó a realizar. Dicho por un santo contemporáneo: "La práctica de la corrección fraterna -que tiene entraña evangélica- es una prueba de sobrenatural cariño y de confianza. Agradécela cuando la recibas, y no dejes de practicarla con quienes convives"(2).
Si somos receptores de una corrección fraterna debemos reconocer que es para provecho personal. Deberíamos mostrar agradecimiento a esa persona, sentido sobrenatural para percibir que ha sido el Señor quien nos ha querido corregir y determinación para que, con la gracia de Dios, podamos luchar para vencer. Si es así como actuamos, tranquilos, vamos bien:Va por senda de vida el que acepta la corrección; el que no la admite, va por falso camino (Pro. 10, 17).
Hay que ser sinceros y asimilar que el error forma parte de nuestra vida; por supuesto que también los aciertos. Pero, mira, un error corregido en el presente se convierte en acierto para el futuro. Esta es una conclusión muy positiva que tal vez pueda ayudarte para huir del error de creer que nunca te equivocas. ¿Estamos? La vida para los demás será más plácida si reconoces con naturalidad los fallos. Si no lo haces puedes convertirte en uno de esos jugadores-estrella de fútbol que se ganan tantas antipatías por creerse más de lo que son: personas como tú y como yo.
Hoy concluye el Jubileo de la Misericordia, pero no te preocupes si tu corazón está inquieto y necesitado de perdón: "Se cierra la Puerta Santa, pero sigue abierta la puerta de la misericordia, el Corazón de Cristo"(3).
(1) San Agustín, Sermón 82, 4.
(2) San Josemaria Escrivá de Balaguer, Forja, n. 566.
(3) Papa Francisco, homilía de la Misa de clausura del Jubileo de la Misericordia