Posiblemente habrás oído en alguna ocasión ese dicho popular que dice Tres jueves hay en el año que relucen más que el sol: Jueves Santo, Corpus Christi y el día de la Ascensión. Bien es verdad que únicamente es la fiesta del Jueves Santo la que se mantiene en jueves, ya que las otras dos se celebran en distintos domingos, pero no por ello dejan de tener menor significado a pesar de perder veracidad el dicho comentado.
Tenía pensado referirme únicamente a la fiesta del Corpus Christi por ser la última celebrada; sin embargo, voy a complicarme este post para enlazar estos tres días y discurrir la relación entre ellos dentro del plan de salvación de Dios para ti y para mí, para toda la humanidad. Cambiamos el orden del dicho popular y comenzamos por el tercer día que reluce más que el sol.
La Ascensión del Señor. Jesucristo resucitado marca la meta a la que estamos llamados, el Cielo. Instantes antes de su partida alecciona a los Apóstoles sobre la trascendental importancia del Bautismo, el mandato primordial dado a la Iglesia de guardar y enseñar lo mandado y una presencia misteriosa entre los hombres por tiempo permanente: Y saber que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.(Mt.28, 19-20). El Señor no se queda temporalmente, ni se va y aparece circunstancialmente; se queda con nosotros hasta el final de los tiempos. Son palabras de Cristo, del Verbo Encarnado, las últimas que pronuncia ante sus discípulos. Cabe preguntarse ¿cómo?, ¿de qué manera puede ser esta presencia continua de Jesucristo de generación en generación? Pasamos a la siguiente fiesta, a ese otro día que reluce más que el sol.
Jueves Santo. El Jueves Santo es un día grande, trascendental para la relación de Dios con el hombre, porque es cuando Jesucristo instituye la Eucaristía. Así queda recogido por Mateo (26, 26-29), Marcos (14,22-25) y Lucas (22,14-20). El Señor toma pan, pronuncia la bendición, lo parte y se lo da a los discípulos: Tomad y comed, esto es mi cuerpo. Toma el cáliz, da gracias y lo da diciendo: Bebed todos de él; porque ésta es mi sangre de la nueva alianza que es derramada por muchos para remisión de los pecados. No es un acto simbólico, ni una ocurrencia de Jesús para despedirse de sus discípulos horas antes de entregar su vida por nosotros: Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. Si alguno come este pan vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo (Juan, 5,51) .Sorprende tanto la afirmación que desde ese momento muchos discípulos se echaron atrás y ya no andaban con él (v.66). Palabra de Dios, que exaspera a algunos seguidores hasta el punto de abandonarlo, pensando que ese disparate solamente puede venir de una persona fuera de sí. ¡Comer el cuerpo y la sangre de un hombre que dice ser hijo de Dios!... Sí, son duras palabras, pero ¿para qué? Para vivir eternamente. Empezamos a entender un poco más. Si el Señor después de la Ascensión se queda entre nosotros en la Eucaristía, los cristianos ¿no debemos tener al menos un día al año para alabarle públicamente en la Sagrada Forma en la que se encuentra presente en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad? Esa fiesta es el Corpus Christi. Y pasamos a comentar el último día que reluce más que el sol.
Corpus Christi. El origen de esta fiesta no se debe a lo acordado en un Concilio, por idea de un Papa o nacida del seno de una Orden religiosa. Dios se sirvió de una monja belga, santa Juliana de Mont Cornillon (1193-1258), que siempre tuvo una gran devoción al Santísimo Sacramento, para que a través de una visión, en la que la Iglesia era representada por una luna llena con una gran mancha negra, que significaba la ausencia de esta fiesta, se tuviera en consideración una celebración para fomentar la devoción a Dios, presente sacramentalmente entre nosotros. La visión de Juliana fue conocida por el obispo y por el archidiácono de Lieja, que la transmitieron al Papa Urbano IV quien el 8 de septiembre de 1624 publicó la bula Transiturus, ordenando en la misma que se celebrara el jueves siguiente al domingo de la Santísima Trinidad, otorgando muchas indulgencias a los fieles que asistieran a la Santa Misa y al Oficio.
En esta fiesta sale a la calle en procesión Jesús Sacramentado llevado en Custodias por sacerdotes en tantos pueblos y ciudades españolas y del mundo , para que le adoremos públicamente, con devoción y fervor popular. El resto del año está en un sagrario, muy cerca de nosotros. Allí donde atisbes una iglesia puedes pensar -debes pensar- que Jesús está presente. Esperando a que le visites, brindándote su amistad. Se expone a indiferencias, humillaciones, olvidos y hasta sacrilegios para ofrecer su amistad a los hombres y mujeres de todos los tiempos. Y no solamente amistad y trato, sino también alimento para fortalecer las almas de quienes queremos no solamente que forme parte de nuestra vida, sino que sea nuestra propia vida.
Por este Misterio de Amor, el Señor está con nosotros y se convierte en contemporáneo nuestro en cualquier momento de la historia. En virtud de esa libertad que tanto respeta Dios, tenemos posibilidad de elegir. O estar junto a Pedro y decir con él: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y sabemos que Tú eres el Santo de Dios( Jn. 67-69). O con los que le abandonaron porque dura es esta enseñanza, ¿quien puede escucharla? (Juan 6,60).
Nuestras almas, la tuya la mía, están hechas para brillar; solamente se necesita acercarlas a la Luz que la ilumine.
¡Feliz verano!
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