domingo, 8 de abril de 2012

Semana Santa: pecado, dolor y esperanza

No sé si te ocurrirá como a mí,  pero cada año durante la Semana Santa me asombro del modo en que Jesucristo se  ofrece para nuestra salvación. Condenado, ultrajado, flagelado, crucificado, muerto…, la Humanidad Santísima del Señor abatida en un cuerpo descarnado. El mismo Dios sufriendo, derramando hasta la última gota de su Sangre no solamente por la salvación de sus contemporáneos, sino que la prolongó con sus brazos en la Cruz para toda la Humanidad.
Tan solo hace tres meses  estábamos celebrando la Encarnación del Hijo de Dios. Benedicto XVI en la Audiencia General del 14 de diciembre del pasado año, enlazaba una celebración y otra: “El culmen de la historia de amor entre Dios y el hombre pasa a través del pesebre de Belén y el sepulcro de Jerusalén”. ¿Y qué rompe esa historia de amor? No te sorprendas de la respuesta: el pecado. Sí, el pecado tan olvidado hoy día, tan al margen de las conciencias incluso de hombres y mujeres cristianos, es el enemigo entre Dios y el hombre. Y no podemos caer en el tópico de que es un invento de la Iglesia para  controlar el comportamiento de los bautizados. No. El pecado es consustancial al ser humano por nuestra debilidad que es fruto de la soberbia, de nuestra indefensión ante el mal,  de querer reconocernos como individuos capaces de suplantarnos al amor de Dios. Igual que hay enfermedades que ponen en serio peligro nuestra vida, y que provocan la muerte del cuerpo, el pecado también produce enfermedades que pueden hacer padecer nuestra alma hasta el punto de separarse para siempre de Dios. Jesucristo Resucitado conociendo ésta debilidad intrínseca en todas las generaciones,  confirió a los apóstoles la potestad de perdonar los pecados (Jn. 20,23). Pero el  pecado no termina con el triunfo de Cristo en la Cruz; es la victoria ante el mal, y la estrategia del mal ahora que es vencido no es otra que hacer ver al hombre que ya no existe,  que puede vivir olvidando el pecado viviendo en un estado en el que también se olvida de Dios, erigiéndose en el único ser capaz de obrar por sí mismo sin necesidad de ampararse en más conducta que la que su propias determinaciones le aconsejan. El sufrimiento de Cristo en la Cruz, la entrega  de Dios por la humanidad, nos descubre cada Semana Santa que el mal en el mundo persiste; pero que con la victoria sobre la muerte el hombre puede caminar seguro con la garantía de que el bien impera sobre el mal, que el amor de Dios puede más que el pecado, que el destino del hombre no es la desdicha de la muerte sino la esperanza futura de gozar en la vida eterna.
Con la muerte en la Cruz Dios  no solamente quiere redimir nuestros pecados, sino que pone al alcance del ser humano un arma hasta entonces enarbolada por el enemigo: el sufrimiento. Es un obstáculo para la felicidad de las personas. En sus diferentes aspectos el dolor perturba el anhelo de felicidad del hombre, y le puede consumir en un distanciamiento de Dios por entender que la enfermedades, las frustraciones personales, las tragedias,  son consecuencia del olvido del Padre hacia sus hijos, provocando una desesperación que es la peor reacción que podemos tener ante la incomprensión de las desgracias y padecimientos. De esta manera,  aparentemente tan humillante, Jesucristo convierte el dolor unido a la Cruz, en manifestación de adhesión a la voluntad de Dios.
En tu vida, en la mía, ante el sufrimiento tenemos dos opciones reflejadas en los ladrones ajusticiados con Jesús. Una, la del ladrón desesperado que  le pide salvarse a sí mismo y librarlos a ellos del suplicio; la otra, la del  llamado buen ladrón, que  movido por la esperanza le pide al Señor que se acuerde de él cuando llegue al Cielo; y Jesucristo, siempre misericordioso, comprensivo de la poquedad del hombre ante el sufrimiento por haberlo padecido Él mismo, le asegura que ese mismo día, estará con Él en el Paraíso (Lc. 23, 39-43).
En este tiempo pascual que comienza el Domingo de Resurrección, haz propias las palabras de san Agustín  y afirma con él: “en Cristo, la divinidad del Unigénito se hizo partícipe de nuestra mortalidad, para que nosotros fuéramos partícipes de su inmortalidad”.
¡Feliz Pascua de Resurrección!

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