domingo, 19 de febrero de 2012

Con la Iglesia hemos topado, amigo Sancho (I)

Desde que en la última entrada  anticipé que en la siguiente me referiría a la Iglesia, se me vino sin dudar la idea de titularla con esta frase pronunciada por Don Quijote de La Mancha en una de sus frecuentes andanzas.  Hace ya bastantes años que leí la obra maestra de Miguel de Cervantes; y, desde luego, aconsejo su lectura por tres razones: soy manchego (de Tomelloso, no de El Toboso como suele confundirse), me gusta la literatura y estoy convencido de que es un libro que nos pueden hacer discurrir a la vez que sonreir para aprovechamiento de nuestro conocimiento.
Indagando sobre su significado descubro la frase original: “Con la Iglesia hemos dado, amigo Sancho”.  Don Quijote y su fiel escudero iban buscando el castillo de Dulcinea cuando de noche llegaron a El Toboso. La oscuridad, la mente perturbada del protagonista de Cervantes y la distancia hizo confundir el castillo que, por supuesto, no existía, con la iglesia del pueblo.  A continuación, vino la frase del Caballero de la Triste Figura, sin ánimo de queja ni sentido anticlerical por parte de su autor.  La frase adquirió otras connotaciones al cambiar algún personaje de la época el verbo dar por topar, aludiendo al poder de la Iglesia en el siglo XVI y XVII y, por extensión, en la actualidad a cualquier autoridad que se interpone en los intereses de la persona que lo pronuncia. ¿Verdad que cambia el significado?
Este doble sentido que tiene la frase dependiendo del verbo que empleemos me ha hecho dividir este comentario en dos partes: en esta primera voy a referirme al sentido de la frase cuando se utiliza  el originario verbo dar; y,  la segunda, partirá del sentido de la frase cuando lo hace con el verbo topar. Todo ello, teniendo de tema principal a la Iglesia, por supuesto.
Los cristianos tenemos, o deberíamos tener,  una alegría trascendental cuando nos encontramos con la Iglesia para encauzar el ansía de Dios. Es decir, cuando buscamos a Dios y nos encontramos con Él por medio de la Iglesia. Históricamente es incuestionable que Jesucristo vino al mundo, que llamó a un grupo de hombres, los convirtió en apóstoles para extender la Revelación a todos los rincones de la tierra, eligiendo a Simón, al que llamó Pedro, que significa roca, para revestirle de una potestad imperecedera a él y a sus sucesores: “Y yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt. 16,18). Y no se propuso establecer una iglesia temporal hasta la desaparición de sus discípulos; al contrario, quiso perpetuarla: “ Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt. 28, 20).
Dos frases que encierran unas directrices marcadas para los hombres y mujeres de toda generación. El mismo que se hizo hombre, que  curó el cuerpo y alma de muchos, que murió por nosotros, y que abrió el camino de la eternidad  a todas  las criaturas resucitando y ascendiendo a los Cielos, establece una institución con aparente organización humana pero en la que misteriosamente se hace presente a través de unos signos (Sacramentos) en los que actúa el mismo Cristo para alimentar y fortalecer la fe de sus fieles seguidores, que somos tú yo bautizados en el seno de la Iglesia. ¿No es ésta una prueba concluyente de que la Iglesia no es una creación de hombres para perpetuarse en un poder omnímodo?
Ciertamente que en dos mil años han surgido disensiones, escisiones, herejías, reformas, cismas, escándalos…, pero la Iglesia Santa subsiste.  Nietzsche se atrevió a dar por muerto a Dios;  para Augusto Comte la religión era una explicación fantástica o mítica de los fenómenos de la naturaleza; y  según Feuerbach el hombre habría fabricado la idea de Dios…: nihilismo, positivismo y marxismo  surgieron para, entre otros objetivos, aniquilar la religión e incluso al mismo Dios para enaltecer al hombre. Vano esfuerzo: El hombre lejos de Dios no ha alcanzado la felicidad anhelada en la tierra; es más, el hombre sigue teniendo el mismo afán por buscar a Dios, aunque, en ocasiones, lo haga por caminos equivocados.   
Repasando mi  infancia -a ti puede que también te haya pasado-, siempre la cercanía de nuestra madre nos ha aportado paz.  Recuerdo que siempre que había tormenta dejaba el juego y me iba junto a mi madre. Después, cuando amainaba la tormenta y salía el sol, volvía a mis juegos con más  alegría y mayor serenidad. A mi edad, no ha cambiado esta aptitud; ahora las tormentas son otras, las inquietudes son más  espirituales; pero siempre me da paz sentirme en el regazo de mi Madre, la Santa Iglesia Católica, que no es perfecta por estar formada por hombres y mujeres con las limitaciones propias de la condición humana,  pero, precisamente, esos condicionantes hace que la acepte y rece por ella. 
Pero estar convencido de que la  Iglesia es mi Madre, dar con ella,  no es únicamente para sentirse aliviado en momentos puntuales de la vida; es para buscar y encontrar “la Verdad que no es una idea, una ideología o un eslogan, sino una Persona, Cristo (Saludo del Santo Padre en la Plaza de Cibeles en la fiesta de acogida de los jóvenes en la JMJ celebrada el pasado mes de agosto en Madrid). 
Todos los santos han vivido su fe estando muy unidos a la Iglesia. San Cipriano fue categórico: “No puede tener a Dios como Padre, quien no tiene a la Iglesia como Madre”.  Si esta frase te hace pensar, proponte llevarla a cabo.
Cada día  amigo mío, amiga mía,  se nos debería quedar pequeño para agradecer a Dios habernos podido encontrar con la Iglesia. La pena es cuando los cristianos se topan con la Iglesia. Pero éste es tema ya de la próxima entrada.

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