La principal causa que genera los divorcios entre los matrimonios ingleses es el desamor, por encima de las infidelidades y de crisis personales o laborales. Éstos son los resultados del estudio recientemente publicados por una consultora inglesa. En España no se hace preciso ni posible conocer estadísticas sobre los motivos de divorcio: con la Ley 15/2005 de 8 de julio, por la que se modifican el Código Civil y la Ley de Enjuiciamiento Civil en materia de separación y divorcio, es innecesario alegar causa justa que lo motive para obtener una resolución favorable. Incluso basta que lo solicite uno, aunque esté en desacuerdo el otro. El único requisito es que deben haber transcurrido tres meses desde que se contrae el enlace matrimonial para poder instarlo. Es el llamado “divorcio express” que tiende a facilitar la ruptura matrimonial sin necesitarse el trámite de la separación previa. La consecuencia directa es el elevado índice de divorcios en los últimos años en España.
Sin caer en eufemismos muy dados en nuestros tiempos para esconder verdades incuestionables, hay que decir que el divorcio es un fracaso. Las leyes lo encubren como un derecho de los cónyuges en base a la libertad individual de cada cual; pero es notorio que el divorcio pone fin a una relación. Y con un lastre añadido para la sociedad: los hijos son las víctimas inocentes, marcadas para toda su vida, con el agravante de que difícilmente entablarán relaciones sentimentales estables por la experiencia negativa vivida entre sus propios padres.
Hace unas semanas entraba a la parroquia de San Alberto Magno, que frecuento un par de veces por semana, y casualmente coincidí con la celebración de una boda. Llegué en el preciso momento que el sacerdote daba unos consejos prácticos -con un sutil tono de humor, pero lleno de sentido común-, a los novios: “Mira –le decía al novio- , tú a partir de ahora vas a tener que convertirte en adivino; sí, digo bien, adivino: cuando veas a tu esposa triste tienes que imaginarte lo que pueda pasarle antes de que te lo cuente. Así entenderá que te preocupas de ella”. Y a la novia le dio este otro: “Acostúmbrate cuando tengas que decirle algo que no le va a gustar a tu marido, a esperar a sentarse. El mejor momento, o el menos malo, para razonar los hombres es cuando están tranquilos y relajados”. Esa misma noche escuchaba por televisión a una mujer, ya entrada en años, que iba ya por su tercer matrimonio. Seguramente ni ella ni ninguno de sus maridos había puesto en práctica los consejos de este sacerdote. El amor, si se cuida y aviva, lo puede todo; de lo contrario, consecuencia lógica: se desvanece, muere de inanición.
Efectivamente, el matrimonio para toda la vida puede parecer un empeño imposible. Así creyeron entender los discípulos del Señor cuando con palabras categóricas se pronunció sobre la inviolabilidad del vínculo contraído: “De manera que ya no son dos sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios unió no lo separe el hombre”. (Mt. 19. 6-7). Los discípulos interpelaron al Señor: “Si tal es la condición del hombre con respecto a su mujer, no tiene cuenta casarse” (Mt. 19,10). Y se quedaron tan panchos. Pero es que para Dios no hay nada imposible. Busca continuamente la felicidad del hombre. Y el matrimonio a mí me parece que es un regalo sabio de un Ser Divino.
Aunque pueda parecer que Dios nos fastidió de por vida al mostrar tan claramente a los hombres la inviolabilidad del matrimonio, la realidad no es así. La cuestión puede ser otra. ¿Qué razón puede tener nuestro Creador para hacernos ver que el matrimonio debe ser de un hombre y una mujer para toda la vida? Párate a pensar cómo está la sociedad, -sin pesimismos, eso sí-, y verás que muchos males que se padecen es consecuencia del mal funcionamiento familiar, de los matrimonios desavenidos, despreocupados de unos hijos que, irremediablemente, tienen que salir conflictivos viviendo el ambiente de desamor que se sufre en tantos hogares; de no querer ver el matrimonio como una iniciativa libre, en la que un hombre y una mujer se comprometen de por vida a crear, mantener y acrecentar un proyecto común para garantizar una estabilidad afectiva que conducirá inexorablemente al nacimiento de los hijos, formando una familia que se convierte en base para el progreso de una sociedad. Así se comprende mejor que Dios, en su afán de proporcionar felicidad terrena al hombre, otorgue a hombre y mujer la posibilidad de unir sus vidas de manera estable.
Quienes nos hemos casado por la Iglesia nos olvidamos fácilmente de un “seguro” (Sacramento) que contratamos el día que nos casamos. Jesucristo es el jefe de mantenimiento del seguro del hogar (matrimonio). Por muchas averiguas que existan Él siempre está dispuesto a solucionarlas. Nunca pone pegas. Se desvela a todas horas para que vivamos en un hogar confortable. Ahora bien, el hogar hay que cuidarlo como si fuera una casa para toda la vida; porque verdaderamente así debe serlo. Nos pone una condición a la que libremente podemos renunciar: no olvidarlo. Y una cuota diaria: el respeto. Si a la conclusión de nuestras vidas hemos cumplido las clausulas (mandamientos) , nos regala una vivienda mejor: el Cielo.
La causa principal del mal en el mundo, en la sociedad, en los matrimonios, en el hombre al fin y al cabo, es el desamor. Nos equivocamos cuando cerramos la puerta para buscar el modo más fácil de querer (quererse a uno mismo) en lugar de abrirla para querer a otro (al prójimo), en éste caso a nuestra media naranja. Y la tarea es ardua pero efectiva: complaciendo a los demás, nos complacemos a nosotros mismos.
El hombre necesita una fuente para sustituir tanto amor egoísta por un amor verdadero y duradero. Ésa fuente es Dios. Benedicto XVI en San Marino reconocía “la crisis de no pocas familias, agravada por la difusa fragilidad psicológica y espiritual de los cónyuges”, invitándoles a cultivar las riquezas de la fe.