domingo, 31 de agosto de 2014

La Virgen y el "Niñete"






El mes de agosto nos deja una estela de fiestas que la Iglesia celebra con el fin de dar alabanza a la Madre de Dios. El día 2 recordamos a la Virgen bajo al advocación de Nuestra Señora de los Ángeles; el día 5 la Dedicación de la basílica de Santa María (Nuestra Señora de las Nieves); el día 15 la Asunción de la Virgen María y el 22 Santa María, Virgen Reina. Por encima de todas ellas destaca la del día 15. Benedicto XVI decía que en esta fecha festejamos que tenemos una madre en el Cielo. Y esa Madre es María, la Madre de Jesús. La iglesia oriental gusta llamar a esta fiesta la Dormición, porque la Virgen fue elevada a la gloria del Cielo sin conocer la corrupción de la carne. Si Jesucristo venció a la muerte, María no podía caer en su dominio.

Sé que no son las fechas más apropiadas para referirme  al destino de nuestro cuerpo, cuando estamos todavía en esta etapa estival en la que buscamos zonas y momentos para broncearlo, hidratarlo o buscar reconfortables lugares o medios para superar los calores de rigor; es más, asumo que no son pocos los que se preocupan hasta límites que rayan la idolatría en dar culto a un cuerpo que antes o después verá inexorablemente el deterioro propio del paso del tiempo. Sobra recordar cuál será el final de nuestros huesos. Pero, en plena canícula, la Iglesia nos recuerda este dogma de fe: la Virgen María está con su cuerpo glorioso en el Cielo; y este es el significado que la Iglesia resalta en esta fiesta. Un destino que Dios ha dado no solamente al cuerpo santísimo de la Virgen, sino al de todos los hombres por habernos rescatado de la muerte.

La fiesta de la Asunción de la Virgen María, por tanto, debe movernos a la admiración y a la esperanza. Admiración porque el tránsito de la tierra al Cielo de María fue en cuerpo y alma. El cuerpo que llevó nueve meses al Salvador no podía corromperse en el sepulcro, no podía sufrir la corrupción de la carne. Y debe conducirnos a la esperanza, porque tú y yo estamos llamados a que un día nuestros cuerpos resucitados adquieran por la gracia de Dios unas propiedades para gozar con el alma en el Cielo. Es una de las verdades del Credo: creemos en la resurrección de la carne.

¿Lo creemos verdaderamente? Así debería ser. Si Dios nos ha dado un cuerpo y un alma que lo anima, es para beneficio íntegro de nuestra persona. Carecería de lógica -de lógica divina- que Dios nos proporcionara un cuerpo como un envoltorio para que en el momento de la muerte se quedase en tierra o disperso en cenizas. Para un final así mejor crearnos seres celestiales como los ángeles. De esta manera no tendríamos dolores, ni limitaciones, ni contraeríamos enfermedades..., llegaría la hora en que Dios nos llamase, rendiríamos cuentas de nuestra vida espiritual, obtendríamos el premio o castigo merecido y punto. 

Pero no son estos los planes de Dios. Dios Padre y Creador nos ha dotado de un cuerpo porque forma parte junto con el alma un todo, la persona, y estamos hechos a imagen y semejanza de Dios. Y para redimirnos quiso dar importancia relevante a la carne: el Verbo se hizo carne a través del cuerpo de una joven, la Virgen María, derramando su sangre por todos nosotros para la remisión de nuestros pecados.

Escuchaba en una de las homilías pronunciadas por el cura-párroco de una de las parroquias de mi pueblo, Tomelloso, que precisamente se llama parroquia de la Asunción de Nuestra Señora, en uno de los días previos a las Ferias y Fiestas en honor de la Patrona, que no debemos incurrir en preferencias a lo hora de guardar devoción a las patronas de nuestros pueblos, que la importancia de la Virgen es que nos debe aproximar al “niñete” que lleva en brazos. Porque, efectivamente, ese “niñete” es Dios, el Niño Dios, un Dios que se hace carne para que un día la nuestra pueda participar de la plenitud gloriosa. Podemos y debemos implorar ayuda a la Virgen; podemos y debemos rezarle con espíritu de hijos necesitados de su protección; podemos y debemos presumir de que la patrona de cada uno de los pueblos y ciudades donde vivimos es la más guapa y mejor engalanada, sin incurrir en apasionamientos folclóricos. Pero debemos pedirle, primordialmente, que nos ayude a acercarnos a su Hijo, Jesucristo, Dios y Señor nuestro. Solamente en el “Niñete” podemos encontrar significado a nuestras vidas. Sin Él, María no hubiera sido Madre de Dios, no le guardaríamos  hondas devociones, no tendríamos fiestas ni romerias en pueblos y ciudades, no se celebraría ni Navidad, ni Semana Santa; y lo que sería peor, no tendríamos esperanza. La esperanza de que también con nuestros cuerpos podamos dar gloria a Dios en el Cielo.

María dijo sí al plan de salvación propuesto desde la eternidad por Dios. Hágase en mí según tu palabra contestó al Arcángel San Gabriel (1). También el Señor sin coartar tu libertad y la mía quiere establecernos un plan de salvación adaptado particularmente a nuestras vidas. De ti y de mí depende el destino de tu alma y de la mía, de tu cuerpo y del mío. Digámosle confiadamente  sí. Un sí incondicional. Un sí diario. Un sí sabiendo que no nos abandonará jamás.

La imagen que acompaña el texto es de la patrona de mi pueblo, la Santísima Virgen de las Viñas. Ayer concluyeron las fiestas en su honor. Nada mejor que recordar con esta bonita estampa a Madre, como así la llamamos familiarmente.



























Lc. 1, 26-38

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