Y sucedió que estando
allí se cumplieron los días de su parto, y dio a luz a su hijo primogénito; lo
envolvió en pañales y lo reclinó en un pesebre, porque no había lugar para
ellos en la posada
(Lc. 2,6-7).
Estamos
en la Navidad de 2014. Celebramos el nacimiento de Cristo, puede ser el
momento para que la fe renazca en tu corazón y en el mío. Solamente es
necesario estar en disposición de querer acogerle como lo que es: recién
nacido, desvalido, indefenso... Esta es la
clave: la hospitalidad con María y José, que buscan un lugar para envolver al
Niño Dios en pañales y dejarlo en el pesebre de tu alma.
Se
me ha ocurrido imaginar los diferentes estados en los que la humanidad puede
esperar el nacimiento del Salvador. Un año más este mundo nuestro tan frío y distante de
Dios, es testigo de un acontecimiento esperado desde hace siglos. El protagonista
es tu corazón y el mío. El corazón del ser humano es una posada a la que Jesús y María llaman buscando un lugar para que el Niño Jesús nazca, porque es la Luz que ilumina el mundo, tu alma y la mía. Un alma donde Dios no tiene cabida es una gruta oscura, triste; y el corazón del ser humano está hecho para iluminar.
Se
encuentran la primera posada. Un año más la puerta está cerrada. Llaman, se les
oye, pero se les niega la entrada. Son quienes nada han querido saber de Dios, los que se han desentendido, los que han abjurado de sus creencias. Viven para el consumismo, el mundo
espiritual no tiene cabida en su existencia, acomodándose a un
relativismo en el que únicamente albergan como axioma la autocomplacencia. Para
ellos Dios les coarta la libertad, se consideran libres para vivir por y para
sí mismos. Prefieren la ignorancia al compromiso. Prefieren taponarse
los oídos con cera de soberbia. José y María no insisten, marchan cabizbajos camino de otra posada.
Llegan a una nueva posada. La puerta está
entreabierta, llaman y se les invita a pasar. Se les recibe pero se les
posterga a un rincón, terminando por ser ignorados. Son esos hombres y esas
mujeres que celebran la Navidad recordando el nacimiento de Jesucristo, pero
volcados en una tradición más costumbrista que real. Creen en Jesús, personaje histórico que sembró detractores y
simpatizantes, pero que vio frustrada su proyección por ser ajusticiado
injustamente y clavado en una cruz hasta morir. Gustan de vivir las fiestas
navideñas teniendo presente que conmemoran el sentido religioso, pero los
afanes de esta vida, el relativismo ético les hace sucumbir a la llamada. Pasan
la vida ocupados en sus quehaceres
diarios, se les esfuma la vida implicados en un mundo que no quieren cambiar,
sino involucrarse hasta el punto de pasar inadvertidos. Esconden sus creencias
cuando ven peligrar su posición social, no vale defender unos principios porque
en realidad no se cree en ellos. En los avatares de la vida, el cristianismo
para ellos es un peligroso condicionante. Vista la indiferencia, José y María
buscan nueva posada. Se alejan silenciosamente; nadie se da cuenta de que
abandonan la posada por ser ignorados.
Por
fin llegan a una posada en la que no es preciso llamar, la puerta está abierta.
José y María se ven reconfortados. Pasan y son recibidos con alegría.
Se dan cuenta que la posada está bien acondicionada, preparada como si les
estuvieran esperando. Es 24 de diciembre, no han olvidado que el fundamento de
esta noche es prepararse para el nacimiento de Jesús. Son personas normales,
con debilidades, miedos e inseguridades, incluso con dudas de fe porque cuesta afrontar situaciones de sufrimiento, tragedias, enfermedades, muertes, desolación, soledades, incomprensiones; pero tienen la convicción de que la vida sin Dios
conduce a un vacío del que no se sale. Son esos cristianos que a pesar de la
poquedad con que se ven levantan la vista al Cielo, porque es desde allí desde
donde Jesús viene; y si el mismo Dios llega a la tierra es porque tiene un
mensaje de vital importancia para la humanidad. El don precioso de la Navidad es la paz, y
Cristo es nuestra verdadera paz. Y Cristo llama a nuestros corazones para
darnos la paz. La paz del alma, abramos las puertas a Cristo (1). José y
María se alegran. Han encontrado lugar para que el Niño Dios se aloje en esos
corazones tímidos, pero que a imitación de María quieren decir sí a la llamada
del Señor.
La esencia de la fe cristiana es ésta: Dios está aquí. Esa verdad debe llenar nuestras vidas: cada Navidad ha de ser para nosotros un nuevo especial encuentro con Dios, dejando que su luz y su gracia entren hasta el fondo de nuestra alma (2). Este es el sentido de la Navidad. Si los cristianos no vivimos estos días con la mirada puesta en Belén, habremos dejado pasar una ocasión más brindada por Dios para tener un encuentro personal con cada uno de nosotros.
La esencia de la fe cristiana es ésta: Dios está aquí. Esa verdad debe llenar nuestras vidas: cada Navidad ha de ser para nosotros un nuevo especial encuentro con Dios, dejando que su luz y su gracia entren hasta el fondo de nuestra alma (2). Este es el sentido de la Navidad. Si los cristianos no vivimos estos días con la mirada puesta en Belén, habremos dejado pasar una ocasión más brindada por Dios para tener un encuentro personal con cada uno de nosotros.
Empieza
la Navidad. Es 25 de diciembre. Tiempo de dejarse sorprender por el amor de
Dios. Es un misterio. No cabe en nuestros parámetros que Dios se haga carne en
el vientre de una joven. Incomprensible. Pero no es un
cuento de hadas. Es una realidad que transforma el corazón de los hombres,
ensanchándolos para salir de sí mismos e impregnar de amor y calor el espacio
que Dios nos ha proporcionado en este mundo. Belén significa tierra de pan y es
en esta ciudad donde encontramos el verdadero alimento para el alma, que en estas fiestas siempre anhela más especialmente el encuentro con Jesús. Se nota en la gente, en las calles, que hay un deseo mayor de alegría y felicidad.
Por
cierto, no quiero dejar de preguntarte: ¿con qué posada te identificas?
Estás
todavía a tiempo de darle la debida acogida.
¡Feliz y Santa Navidad!
¡Feliz y Santa Navidad!
(1)
Papa
Francisco, Ángelus 19/12/2014
(2)
San
Josemaria Escrivá, Es Cristo que pasa, pág 45,46.