Cuando veo la fecha del último post repaso un punto del Diario de la Divina Misericordia, escrito por Santa María Faustina Kowalska, el 1338, en el que escribe lo siguiente: En el momento en que escribo estas palabras he oído a Satanás gritando: Escribes todo, escribes todo y por eso perdemos tanto. No escribas de la bondad de Dios, Él es justo. Y dando aullidos de rabia, desapareció.
El 24 de septiembre hice la última entrada y es mucho tiempo
transcurrido; puede que el enemigo
número uno de la salvación del hombre haya hecho sibilinamente su
trabajo, como así acostumbra. No quiero estar en el bando de los que escriben poco sobre Dios teniendo ocasión para hacerlo. Porque desde este blog no hay más pretensión
que escribir sobre las bondades de Dios,
y no hay mayor bondad que pueda recibir el ser humano de Dios que la de
sentirse salvado, porque es amado por el Creador.
Por eso la Iglesia, fundada por Jesucristo para derramar
torrentes de gracias entre los hombres, nada más comenzar noviembre celebra el primer
día la Fiesta de Todos los Santos y el
segundo el de los Fieles Difuntos; de esta manera conmemoramos el triunfo de
quienes han alcanzado el Paraíso y pedimos por quienes aún se purifican en el
Purgatorio hasta alcanzar el encuentro con el Padre Celestial.
De paso puede y debe servirnos este mes de noviembre para
profundizar en la vida futura a los que peregrinamos por este mundo. Porque del
modo en que vislumbremos el fin de nuestra existencia podremos vivir esta vida.
No estoy de acuerdo con quienes en un afán de loable y sincera responsabilidad,
piensan en otra vida pero centrándose únicamente en esta. La vida puede
adquirir un devenir dependiendo de qué idea y con qué esperanza afrontemos la
realidad incuestionable de la muerte. Para unos, puede resultar el final de una
existencia, y para otros el principio de una nueva vida.
Vamos a reducir al máximo en este post la manera de discurrir
sobre el futuro de tu alma y la mía; y lo hacemos con dos frases, y te invito a
reflexionar sobre ellas. Una frase encierra un encendido aferramiento a esta
vida, otra una esperanza inconmensurable de eternidad.
“¡A vivir que son dos
días!”. Es una frase que adquiere cuotas de éxito notable. No tiene autor conocido, al menos que uno sepa. No es necesario tratar a una persona de vida desenfrenada para escucharla. Entre buenos amigos,
familiares entrañables y personas ejemplares es habitual oírla, especialmente
en esos momentos tristes en los que se
pierde a un ser querido y donde parece no existir más esperanza que vivir intensamente el
momento actual. Es una expresión para reafirmar el presente, siempre y cuando sea agradable, porque de lo contrario la frase no tiene sentido.
Está hecha para quienes están conformes con el trato que les da la vida. Salud,
familia, economía, amigos, colman las más elementales pretensiones, pueden
considerarse personas satisfechas…, ¿felices?, pensemos que para ellos es así.
Pero no es una frase muy consistente por dos razones. Si alguno de los soportes
que nos dan bienestar se pierde se desvanece
la seguridad, surgen crisis que dan al traste con la estabilidad emocional o
afectiva que era el soporte de la vida. Si se parte una de las patas de la
mesa, esta se viene abajo. La otra razón de la inconsistencia es el tiempo.
Llegará un día en que será el último. Se acabará. Esos “dos días” habrán
terminado. Difícilmente encontrar una muerte en paz pensando lo bien que nos ha tratado la vida, los éxitos
alcanzados, el bienestar logrado, las expectativas cubiertas; la amargura de la
agonía no se supera con la dulzura de los recuerdos. Siempre se estará sujeto a
que esos dos días puedan ser cincuenta, veinte años, o quién sabe si puede ser
pasado mañana. En cualquier caso, la vida siempre se escapará demasiado
pronto. Es una continua cuenta atrás desde que nacemos.
“Nunca más serviré a señor que se me pueda morir”. Esta otra frase fue pronunciada por san Francisco de Borja. Llegó a ser virrey de Cataluña. Tuvo que conducir a Granada los restos mortales de la emperatriz Isabel, mujer a la que conocía y admiraba por su belleza. Llegados a Granada al abrirse el ataúd que contenía el cuerpo de la bella mujer la vida le cambió por completo al descubrir el rostro desfigurado de la emperatriz y pronunció esta famosa frase. Renunció a toda su fortuna, ingresó en la Compañía de Jesús para servir a un señor que no muere, para servir al Dios vivo, y el significado de la vida le cambió por completo.
El mes de noviembre se cierra en el último domingo con la fiesta de Cristo Rey. Otra ocasión que la Iglesia invita a reflexionar sobre la entrega de nuestro corazón. Podemos servir al César, que es tanto como decir a nosotros mismos, convirtiéndonos en emperadores de nuestro existencia siempre expuesta al carácter temporal, o podemos entregar el corazón al Señor, no solamente por la inquietud del destino final de nuestra alma, sino para vivir el Cielo desde la tierra, amando a Dios, y amando al prójimo, que es el modo más acertado de amarnos a nosotros mismos.
La esperanza en la vida eterna no es una orientación
metafísica, no es una corriente de pensamiento filosófico que el hombre ha
fraguado en su pensamiento. Es una consecuencia del hecho histórico, del origen
de la Buena Nueva que a lo largo de veintiún siglos ha transformado la vida de
millones de seres humanos. La teología cristiana se sustenta en dos razones:
que Jesucristo resucitó de entre los muertos y ascendió al Cielo; y una promesa a todos los hombres: El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y
todo el que vive y cree en mí no morirá jamás (1).
La lectura con detenimiento de este párrafo puede hacerte pensar qué frase
puede sustentar tu vida: Esta es la
culminación del Evangelio, es la Buena Noticia por excelencia: Jesús, el
crucificado, ha resucitado. Este acontecimiento es la base de nuestra fe y de
nuestra esperanza: si Cristo no hubiera
resucitado, el cristianismo perdería su valor; toda la misión de la Iglesia se
quedaría sin brio, pues desde aquí ha comenzado y desde aquí reemprende siempre
de nuevo (2).
En términos deportivos: si te aficionas a un deporte, qué
menos que simpatizar con el deportista o equipo que más éxitos puede cosechar;
de esta manera disfrutarás del deporte y de las victorias alcanzadas. Pues con
la fe puede pasar exactamente igual: el
triunfador siempre es Dios, porque gracias al sacrificio redentor en la
Cruz de Jesucristo, el principal rival para la felicidad del hombre –la muerte-
está vencido. Y aunque a lo largo de la
contienda –de esta vida- se pasen apuros y desalientos, tristezas y
sufrimientos, la victoria sabemos que corre de Dios, y si estamos unidos a Él,
nosotros participaremos del triunfo definitivo. Piénsalo, porque este mes de
noviembre puede cambiar conceptos de tu
vida. ¿O no?
(1) (Jn. 11,25-27)
(2) Papa Francisco, Mensaje Urbi et Orbi en la Pascua
(20-IV-2014)