martes, 14 de agosto de 2012

Sacerdotes, ¡los necesitamos!

Durante el pasado mes de julio de una manera u otra he tenido presente especialmente a algunos sacerdotes. Sin entrar a valorar comportamientos y aptitudes – que de todo hay en la viña del Señor-, me quedo con una petición y un encuentro personal. La petición correspondió a un sacerdote de una parroquia cercana a mi casa, que el 14 de julio cumplió 55 años desde su ordenación sacerdotal. El sábado anterior, de manera tímida y sonriente al terminar la celebración eucarística me pidió que donde me encontrara el sábado siguiente me acordara de él en mis oraciones. Así lo hizo con otros feligreses de la parroquia en la que tan divinamente está al frente. Ese sábado, día 14, asistí a la Santa Misa que celebró, y lleno de alegría recordaba en la homilía el día que dijo sí al Señor y sus estancias en distintos destinos como sacerdote. Me hizo pensar: debía ser yo quien le pidiera tenerme presente en su trato con Dios; y a mí, humildemente, ¡un hombre de casi ochenta años con más de medio siglo de entrega ministerial me pide que rece por él! Humildad se llama esta gran virtud.
El día 20 de julio, después de más de 20 años sin encontrarnos,  en nuestro pueblo, Tomelloso, pude volver a ver y abrazar a un antiguo compañero de colegio, sacerdote desde hace ocho años. Gracias a una conversación en un bar que tuvimos un domingo a la salida de Misa en nuestra parroquia, mi vida espiritual empezó a tomar rumbo desde nuestra época veinteañera. El tiempo que estuvimos juntos fue corto; al fin y al cabo había venido para pasar unas horas con su familia. Él sabe el día en que quiero volver a verle en Madrid, en una iglesia y delante de unos novios particularmente entrañables. Es un momento que anhelo. Cuando subí a su coche me fijé en una estampa descolorida que llevaba en lugar discreto pero visible. Era de nuestro paisano el Siervo de Dios Ismael de Tomelloso. De no haber muerto a la edad de veintiún años hubiera querido ser sacerdote. Para el ejercicio de su ministerio se encomienda mi buen amigo a nuestro paisano que está en el Cielo. Ismael ofreció su vida prisionero desde una cama de un hospital; mi buen amigo ofrece al Señor su vida como sacerdote desde una capellanía en un colegio de Jaén. Todo para gloria de Dios.
Desde 1929 los sacerdotes tienen a un Patrono universal al que encomendarse para sus tareas ministeriales: San Juan María Bautista Vianney,  conocido por el Santo Cura de Ars. El Papa Pio XI canonizó y declaró Patrono universal del clero a un hombre al que por su escasa ciencia le costó Dios y ayuda –nunca mejor dicho- ser ordenado sacerdote. Fue destinado a una pequeña población francesa de unos 320 habitantes, Ars, dominada por la ignorancia religiosa, las tabernas y los bailes. El Vicario general de la diócesis ya le anticipó la labor a realizar: “No hay mucho amor de Dios en esta parroquia;  usted procurará introducirlo”. Pues, bien, desde 1827 a 1859 la iglesia de la humilde aldea francesa no estuvo un momento vacía; a Ars llegaban multitudes para confesarse con el reverendo Vianney. Destacó por el ardiente deseo de acercar almas a Dios, por el espíritu de mortificación y de oración, y, sobre todo, por su infatigable dedicación a administrar el Sacramento de la Penitencia. A un abogado de Lyon que peregrinó a Ars le preguntaron qué había visto allí. Y contestó: “He visto a Dios en un hombre”. Desde el mismo día de su ordenación el Santo Cura se consideró un vaso sagrado destinado al ministerio divino. Desde muy joven se lo decía a su madre: “Si fuese sacerdote, querría ganar muchas almas”. Y hablando de la sublime dignidad del sacerdocio expresaba sus emociones: “¡Oh, el sacerdote es algo grande! No, no se sabrá lo que es, sino en el Cielo. Si lo entendiéramos en la tierra, moriría uno, no de espanto, sino de amor”.
Los sacerdotes están para acercar almas a Dios, son los mediadores entre Dios y los hombres. El Señor quiso perpetuar el sacrificio de la Cruz en cada una de las Misas que se celebran desde que se instituyó la Eucaristía en la Última Cena. Al igual que eligió a una mujer,  la Virgen Santísima, para encarnarse de nuestra propia condición humana, necesita de hombres elegidos por Él para quedarse entre nosotros, para ser alimento de nuestras almas. Jesucristo, por haber adquirido la naturaleza humana sabe que, como personas, es recibido en vasos de barro frágiles, quebradizos y a veces muy sucios. Los sacerdotes, como tú y como yo, también están condicionados por las miserias humanas, y cuanta menos vida de piedad vivan más fácilmente puede perderse el significado para el que son llamados. Pero aún así, si el Señor se sirve de la pobre condición humana para estar con nosotros, en nosotros, no hay más alternativa para los católicos: tenemos que ser un apoyo del que Dios se sirva para ayudarles a ser mejores. Tienen el enorme mérito de haber dejado casas, familias, estudios, novias, profesiones… para convertirse en presbíteros. Si desaparecieran, si negaran la llamada de  Cristo, no podría habitar entre los hombres, no podría regalarnos tantas gracias como nos concede en los sacramentos; las iglesias, sin poder celebrarse Misas no pasarían de ser edificios para visitas turísticas; las almas se debilitarían y morirían por falta de vida espiritual. Sin sacerdotes, Dios no podría seguir derrochando su infinito amor por ti y por mí.
No sé amiga mía, amigo mío, que posicionamiento tendrás con los sacerdotes. Creo yo que hay dos: o comprender que son humanos, aceptando que pueden caer y entender la difícil y privilegiada misión que Dios les ha conferido, pero que la Iglesia los necesita, ¡Dios mismo los necesita!, o unirte a esa corriente de crítica y de aniquilamiento moral promovida por aquéllos, precisamente, que menos tienen que ver con la Iglesia por no sentirse miembros de ella, con la inestimable colaboración de aquéllos católicos inconsecuentes con la trascendencia que para la Iglesia tienen los sacerdotes. Si eres de los primeros, practica aquel consejo que le dio un joven y simpático sacerdote a una parroquiana después de que ésta protestara vehementemente por abrir la iglesia tarde: “La culpa –le dijo este buen sacerdote, con tono enérgico pero sonriente- la tiene usted por rezar poco; si rezara más habría más sacerdotes y no me encontraría yo solo en esta parroquia”. El buen curita, llegaba con la hora ajustada después de haber estado asistiendo a unos chavales de la parroquia en unos campamentos. Llegó sofocado, con mochila al hombro y deportivas, con su pantalón y camisa gris y su alzacuellos, pero en disposición de poner su voz y sus manos para que Jesucristo pudiera ser recibido por la señora un día más.
Recemos por nuestros curas, sepamos comprender por el bien de ellos y de la Iglesia los errores en que puedan incurrir, que sientan el respeto y el cariño que se merecen; convenzámonos que son muchos más los que quieren ganar almas al Cielo que los que cuartean su vocación dejando el ejercicio de su ministerio a su mínima expresión. Nosotros necesitamos de ellos para que el inmenso Amor de Dios siga siendo introducido en el mundo.
Este video te ayudará. No, no son actores, son sacerdotes que transmiten alegría a la Iglesia, al mundo, a los corazones de todos aquéllos que se dejen.