El ser humano no solamente es un ser racional, sino también, y no menos importante, es un ser relacional; es decir, para desarrollar su personalidad, para enriquecer su interior, necesita incuestionablemente relacionarse con los demás. Hemos crecido dentro de una familia; hemos logrado nuestra formación académica en colegios y universidades; desarrollamos una labor profesional dentro de un grupo de trabajo; nuestra salud depende de unos profesionales de la medicina y centros hospitalarios fundamentales para preservar y cuidar nuestra salud. A pesar de poder sufrir malas experencias familiares, escolares, profesionales o sanitarias, para fomentar una estabilidad afectiva, unos conocimientos y titulaciones académicas, garantía de cubrir necesidades básicas o cuidar y preservar nuestra salud, por nosotros mismos no podemos alcanzar estas metas si no es formando parte de estos segmentos de la sociedad.
Sin embargo, son demasiados cristianos los que dicen “toparse” con la Iglesia; ésta es percibida por ellos como un obstáculo para mantener y avivar la fe que dicen tener. Son los considerados creyentes, pero no practicantes. Bautizados, pero alejados de la Iglesia. Dicen no necesitarla para tratar y amar a Dios. Arriesgada decisión -digo yo- cuando está en juego el presente y el futuro de sus vidas y de sus almas.
Ciertamente que la Iglesia pasa por momentos de zozobra; pero los males que sufre no surgen desde sus cimientos mismos, sino desde el propio corazón del hombre que con su conducta se aleja de Dios y sucumbe a las tentaciones que imperan en el mundo. Dicho de otro modo: la Iglesia no expande unos vicios que crea, sino que se ve inoculada por la proliferación de éstos en la sociedad.
Le preguntaron en una ocasión a la beata Madre Teresa de Calcuta cuál sería, según ella, lo primero que debería cambiar en la Iglesia. Su respuesta fue: usted y yo. La Iglesia no es solamente el Papa y los obispos; somos todos los bautizados, que con nuestras palabras y obras, con nuestras acciones y omisiones engrandecemos o humillamos a la Iglesia, que, por otro lado, siempre será Santa porque en ella está el Señor.
Con todo, la principal cuestión no está en el daño que hacemos a la Iglesia con estas conductas, sino en el mal que se provoca al alma con esta aptitud de autosuficiencia. Construyendo una fe individualista, los católicos que obran así pasan la vida con la incertidumbre del mañana. Pensar que la Iglesia es un inconveniente para buscar el Cielo, es contrario a la razón de Jesucristo para fundarla. Si el hombre fuera capaz de salvarse por sus propios medios, no tendría sentido la existencia de la Iglesia; estaríamos en una contradicción, y Cristo adoptó la condición humana para participarnos que la dignidad de la persona pasa por considerarnos lo que somos, hijos de Dios, teniendo por madre a la Iglesia.
Como refería en la primera entrada, la locura patológica de Don Quijote y la oscuridad de la noche le hizo confundir el castillo de Dulcinea con la iglesia. El hombre contemporáneo padece también esa oscuridad interior que le enmaraña el sentido real de su existencia. Busca dulcineas sin encontrarlas, persigue amores que le conducen al vacío, encuentra desconsuelo en lugar de paz. Por el contrario, es preciso hallar la luz que da sentido a la vida. Fijar la vista en el horizonte no es sinónimo de acertar con el objetivo a perseguir. En las carreras de galgos también éstos fijan su objetivo delante de su vista; no perciben que toda la carrera la pasan detrás de una liebre mecánica a la que no alcanzarán jamás. Pobre bagaje del hombre sobre la tierra que se afana en felicidades efímeras, en sueños irrealizables.
Don Quijote de la Mancha murió minutos antes que Alonso Quijano -éste era el nombre real del personaje de Cervantes antes de nombrarse caballero andante-. Volvió a recuperar la lucidez y abominó de los libros de caballerías. Recibió los últimos sacramentos -que Dios nos concede por medio de la Iglesia para fortalecer y purificar el alma en los últimos momentos de nuestra vida-. Quiso que figurase este epitafio en su sepultura: Yace aquí el hidalgo fuerte/que a tanto extremo llegó/de valiente, que se advierte/que la muerte no triunfó/de su vida con su muerte.
Sin embargo, te recomiendo no ser cuerdo hasta las últimas consecuencias, disfrutar de una locura que es una chifladura que engancha: la de vivir y sentirte hijo de Dios. Haz la prueba. Es para volverse locos (de amor). Benedicto XVI lo explicó nítidamente a los jóvenes en agosto, en el Aeródromo de Cuatro Vientos en la pasada JMJ: “La Iglesia no vive de sí misma, sino del Señor. El está presente en medio de ella, y le da vida, alimento y fortaleza”. Y advertía sobre las tendencias desorientadas: “No se puede seguir a Jesús en solitario. Quien cede a la tentación de ir “por su cuenta” o de vivir la fe según la mentalidad individualista, que predomina en la sociedad, corre el riesgo de no encontrar nunca a Jesucristo, o de acabar siguiendo una imagen falsa de Él”.