En este estrenado curso escolar la Unión Europea ha regalado a los alumnos de Primero de Bachillerato de los países miembro (unos cuatro millones de jóvenes según señala en el prólogo) una agenda escolar con diferentes contenidos, entre los que destaca en el apartado “Mi salud, mi seguridad” el imprescindible uso del preservativo en las relaciones sexuales entre jóvenes para combatir los riesgos principales: el contagio del Sida y los embarazos no deseados.
Intenciones loables aparte, me permito, no obstante, aportar otra información que tiene mucho que ver con ésta recomendación de la UE. Según la biblioteca de salud reproductiva de la Organización Mundial de la Salud, en su epígrafe sobre salud sexual y reproductiva adolescente, llega a esta conclusión: “Resulta imposible, desde el punto de vista ético y logístico, realizar estudios clínicos controlados aleatorizados para comprobar si el uso de preservativos reduce el riesgo de transmisión del VIH.
Por lo tanto, la opción es basarse en estudios observacionales, que intrínsecamente acarrean un riesgo de sesgo. En dichos estudios, se halló que el uso constante de preservativos da como resultado una reducción del 80% en la incidencia del VIH”. Respecto a evitar los embarazos no deseados también hay datos, aunque me remito al año 2009, aportados por el jefe del Servicio de Ginecología del Hospital Severo Ochoa, D. Javier Martínez Salmean: “En España se producen al año alrededor de 240.000 embarazos no deseados, de los que la mitad terminan en aborto”. Según la presidenta de la Federación de Planificación Familiar, Isabel Serrano, “el método preferido por las españolas es el preservativo, elegido por un 37,3 %, un porcentaje muy superior a la media europea que está en el 18%”. Es decir, se está impulsando la promiscuidad entre nuestros hijos, a costar de esconder las consecuencias más que posibles como consecuencia de la relativa plena eficacia del preservativo. Y no es alarmismo: ahí tenemos, por ejemplo, la “píldora del día después”, que desde agosto de 2009 se puede adquirir en farmacias sin receta médica, o la posibilidad de que chicas de 16 años puedan someterse a abortos sin contar con la autorización de los padres. Son señales inequívocas de que el famoso condón no es tan infalible como se nos quiere airear, no solamente para evitar la transmisión de enfermedades venéreas, sino también los embarazos.
Pero la cuestión más importante en materia educativa y de formación de nuestros hijos es otra, no es cuestión de elegir el anticonceptivo más seguro lo que debe preocupar a los padres, sino una de mayor calado: la autoridad pública asume con estos consejos competencias exclusivas de los padres. Detrás de fomentar el uso del preservativo hay una manera de entender la vida que no a todos los padres ni jóvenes convence. Esta sociedad que vivimos padece muchas enfermedades que no queremos reconocer, para no dar un diagnóstico y aplicar un tratamiento drástico por complejo que sea. Y una de esas enfermedades es la hipersexualidad que padecemos. Series televisivas presumiblemente pensadas para jóvenes, anuncios publicitarios en prensa, televisión y vallas en vías públicas, contenidos sexistas en programación infantil, etc., etc…, impelen a que los jóvenes consuman sexo a discreción. Los poderes públicos, impregnados de esa ideología de género irracional y perniciosa, con sus leyes fomentan el abuso desmedido.
Hemos llegado a una situación en la que la sexualidad se proyecta como un fín en la vida para satisfacer las necesidades corporales de cada individuo (sexo sin amor), y no como una herramienta natural, como un don de Dios regalado al género humano para un intercambio de afectos sensitivos consecuencia de unos sentimientos afectivos (sexo con amor), además del fin reproductivo para asegurar la renovación generacional. Sacada de su contexto natural, es puro consumo; el hombre y la mujer dejan de mirarse como personas que se buscan y se complementan, y pasan a verse como objetos pasionales que tarde o temprano se romperán.
No hace mucho leí una frase que reflejaba perfectamente el mal al que se someten los jóvenes: la chica utiliza el sexo para recibir amor, y el chico utiliza el amor para recibir sexo. El filósofo y antropólogo francés Paul Ricoeur captó con precisión esta situación: “Todo lo que hace fácil el encuentro sexual fomenta al mismo tiempo su caída en la irrelevancia”.
Según la R.A.E. (Real Academia Española de la Lengua) preservar es un término que significa conservar, resguardar o proteger de un daño o peligro. Y el peligro de los jóvenes es abocarse a un consumo de sexo que desnaturaliza su persona. Hay que proteger a nuestros hijos, efectivamente, pero con otro tipo de preservativos, que no tienen contraindicaciones ni efectos secundarios a pesar de administrarse desde los primeros años de vida: los valores. Empezando en las familias, en los colegios y con campañas en las que se realce que para un joven, una joven, el punto de referencia de su vida no esté una cuarta más abajo del ombligo, sino dos cuartas más arriba. Los resultados son para siempre; su adicción es altamente beneficiosa para uno mismo y para los demás. Además, para tiempos de crisis como los que padecemos favorecen las arcas del Estado: ahorra mucho dinero en fármacos, aunque sea con el consiguiente perjuicio a la empresa farmacéutica, que dicho sea de paso, son los verdaderos beneficiados de estas campañas tan reiterativas como ineficaces.